Te levantas de la cama. No puedes seguir dándole vueltas a tus fracasos.
Demasiado dolor incrustado en el bajo vientre.
Piensas en todo el déficit acumulado en los últimos años, en que ha habido más pérdidas que ganancias, en lo injusto que resulta todo (qué pesado con la "justicia"), en que en algún punto dejaste de ser tú mismo.
Recapacitas, nunca has dejado del todo de ser tú mismo, ahora te reconoces mientras escribes y lees esto... en realidad, has dejado de ser una parte esencial de ti mismo, el yo hablante, el yo comunicante, el yo interactuante, el yo social.
Condenado a la escritura. Condenado a perderte en una pregunta sin respuesta, en una atracción de espejos, en el laberinto del ego. ¿Dónde están los otros? Sólo un eco misterioso. El mismo que cobran nuestras actividades diarias cuando estamos solos en casa.
Mientras escribes hay calma. Anne Sexton, Cesare Pavese. El club de los poetas narcóticos. El club de los suicidas poetas.
Piensas en el nombre de este blog que empezaste a escribir hace cuatro años: "La prisionera". Estabas leyendo a Proust y pensaste que era un buen título para referirte a lo mucho que le debemos a los demás, en especial a los discursos ajenos, a las palabras de los escritores muertos... los escritores siempre están muertos, son los libros los que están vivos.
Ahora el título ha cambiado de matiz. Estás aprisionado, atenazado, incomunicado. Prisionera de ti mismo. Sólo quieres caminar, te repites... en realidad sólo quieres escribir, reescribirte a ti mismo. Una y otra vez.
No quieres viajar. Ni bailar. Ni vivir.
Te ves feo, estropeado, gordo. Vulnerable e invencible a la vez.
¿Te ha costado escribir estos adjetivos?
Miras a tu alrededor y todo te resulta extraño, hasta la comida que compras para cocinarte.
Ahora te acuerdas de un día de verano, cuando eras pequeño. Lo pasaste con tus padres en la casa de Las Redes donde veraneaban M. y Á., los padres de B., tu amiga del alma, casi una hermana. Habías pasado un día tan agradable en la playa que B. te convenció para que te quedases a dormir allí y eso hiciste. Cuando habían pasado unas dos horas desde que tus padres se fueron empezaste a echar enormemente de menos a tu mamá. Las costumbres de aquella casa, tan familiares por otra parte, se habían vuelto extrañas... mirases a donde mirases no había nada que te hiciera sentir a gusto. Hasta los programas que daban por la tele (y en aquella época sólo había dos canales) te parecían como de otro planeta. Empezaste a llorar. Fue tal el berrinche que Á. tuvo que coger el coche y llevarte a casa. Por supuesto, tu madre te regañó. Sentías una gran vergüenza, sí, pero la sensación de estar en tu casa no te la quitaba nadie.
La depresión nos convierte en críos. En niños que echan de menos a su madre. Como Proust.
Al escribir esto has sentido la misma vergüenza que cuando Á. te devolvió a casa de tus padres. Pero no deberías. La primera razón es que tú eres tu lector más exigente. La segunda es que por fin has llegado a casa.