Hoy, a la hora más aciaga del invierno, he recibido una llamada.
Al otro lado del hilo telefónico, una voz de mujer anciana, muy familiar y dulce, como de monja de convento de clausura, de esas que oyes pero no ves, me pedía que le confirmase mi edad, 32 años.
La señora se ha presentado como comercial de una empresa de seguros que trabaja con "portadores" de la tarjeta de El Corte Inglés, y acto seguido, me ha enumerado - con trémula congoja, absolutamente creíble - las ventajas de un seguro de vida y accidente que a mí, dado mi tramo de edad, me supondría una módica bonificación al mes (13 euros). Ha pronunciado las palabras accidente, muerte, invalidez y viajes. Las ha acompañado de cifras de cinco números, excepto la relacionada con la invalidez total, que alcanzaba los seis. La he escuchado enajenado y al final le he dicho que estoy en contra de las compañías de seguros. Que me parecía indecente que alguien se enriqueciese a costa del miedo ajeno. Ella se ha dado cuenta de que mi indignación exudaba miedo y ha tratado de despedirse de mí con delicadeza, no sin antes dejarme su teléfono y decirme su nombre: Asunción.
Me he levantado de la mesa de trabajo con violencia, como hubiese reaccionado ante una avispa que rondase un apacible almuerzo campestre...