Se había peleado con el novio. Habían tenido una de esas tardes duras, de msm y apocalipsis.
Llegó tarde a casa y cuando entró en su habitación, lo primero que vió fue su albornoz, de cuerpo presente sobre la cama. Se había ido de allí enfadado y con las prisas olvidó colgarlo sobre la percha del cuarto de baño. De su novio, ni rastro.
En un mensaje le había escrito que lo quería y ahora, imaginándolo sobre su cama, con una mueca entre el rencor y el sueño, venía a decírselo de viva voz. Pero no estaba.
En dos segundos se había hecho a la idea del abandono y justo cuando pensaba en la bonanza de una futura soltería, ya en el cuarto de baño, vió a una horrible cucaracha negra meneando sus antenas sobre el precipicio de la bañera.
Su grito sonó como el de una loca que, tras años de cómodo matrimonio, se asoma a un futuro de incertidumbre, soledad y kilos de grasa mal repartidos.
En ese momento apareció su novio, que estaba acostado en el cuarto de invitados. Dijo ¿qué pasa? y él, entendiendo lo mucho que había envuelto en aquella pregunta, señaló tembloroso hacia su futuro, metamorfoseado en cucaracha, a fin de que su novio, raudo, escoba en mano, no dudase en matarla sin piedad. Y así lo hizo, salvándolo, validando las expectativas, la ontológica marital a la que uno aspira cuando deja de ser uno solo...