miércoles, julio 10, 2013

Bajo un sol de justicia

Decididamente, prefiero el calor al frío. En la elección entre dos extremismos, definimos grandes trechos de nuestra naturaleza cotidiana. Así yo, que soy Leo, Dragón en mi versión china, yo que estoy bajo los designios del Astro Rey, me decanto por las cosmologías del fuego. Lo compruebo de nuevo hoy, cuando me recorro parte del centro al salir del dentista a las cinco de la tarde, en busca de una farmacia y de una pomada para una llaga que tengo en la boca.
El calor que esconde a la gente con mayor fuerza que el frío, aplastante, que produce al colisionar con la vista una sensación de ensueño, de ojos húmedos, me tranquiliza. Es como un exceso de amor, un ascenso, un acercamiento. En las calles vacías, sólo el viento, seco y caliente. Las fuentes tienen los surtidores apagados y el agua está estancada y cálida.
Detestaba la rumoreada idea de un año sin verano, porque sería como un año perdido. El verano tiene algo de restablecimiento. De renacimiento. Adoro la estación en que nací por lo que tiene de paréntesis, de carnaval, de ficción, de fatuidad. Siempre hay, en las noches de verano, un susurro de alegres voces escondidas que se diluye en el carraspeo de los motores de las piscinas y de los grillos.
Voy pensando en la tormenta cálida de El Gatopardo, en las olas de calor que en las películas sitúan a sus protagonistas en el colapso de sus pasiones (La tentación vive arriba, Fuego en el cuerpo) y entonces, al pasar por una casa-puerta, veo a un anciano, con una camiseta de tirantes, todo de blanco, sentado en una silla desplegable en el zaguán en penumbra: un segundo antes de cruzar nuestras miradas, en el instante que tarda una chispa en arrancar un fuego devastador, descubro en él una maravillosa cara de mansedumbre, como la de aquellos que se entregan al placer, el sueño o la muerte.