A veces, mientras me dirijo al parque o al Pavillon du Lac, a media tarde, entre semana, miro a través de los árboles pelados y te observo más allá de la ventana de casa: una figura encorvada, de cara a la pared, frente al ordenador, perdiendo el tiempo o ganándoselo a cualquier precio. Al verte así, resignado, una enorme congoja hace que enrosque los pies a las patas de la silla del café, o que acelere el paso hacia el agua marrón del estanque, porque eres otra ilusión más desperdiciada, un engranaje oxidado, un condenado, una flor del mal mustia olvidada entre las páginas de un libro de allá por los noventa, no obstante amarillento como una primera edición de Baudelaire.