miércoles, febrero 02, 2011

Del capítulo 3, Los límites del mundo, de Y yo en la Arcadia, mi novela en progreso

O eso creía yo. Cuando aquella tarde de agosto coloqué mis bultos en el hueco más expedito de la habitación, tuve la impresión de que el espacio que lo circundaba se encogía, como en Alicia. Todo tenía el aspecto desmochado de los sitios de paso: los libros de la estantería, libros desatendidos o menospreciados, se amontonaban sin criterio, como los trastos de una chamarilería; entre trofeos, recuerdos y otras figuritas marcadamente kitsch, se escondía un antiguo tocadiscos inservible; en la parte posterior de la puerta, parte que tendría que ver siempre que me encerrase, había pegatinas de skate a medio arrancar (alguien había tratado de devolver a la madera su aspecto original, inútilmente); faltaba el tirador de uno de los cajones del armario blanco colocado sobre el testero, cuyos paneles desvencijados se abrazaban como borrachos; la correa de la persiana del balcón estaba tan pasada que algún día caería cual guillotina, zambullendo de golpe la habitación en una oscuridad más negra que la muerte.