1. Ocurrió una tarde de julio, muy calurosa, como más tarde recordaría. Minutos después de haber abierto la tienda, estaba ante la mesa que hacía las veces de mostrador enfrascado de nuevo en sus problemas de liquidez. En una esquina minúscula y vergonzante del folio en blanco que tenía delante apuntaba deudas: proveedores, seguridad social, alquiler... A ratos miraba de soslayo la cifra que parecía temblar sobre la calculadora que agarraba con la otra mano: era la suma de sus facturas por cobrar. Las cuentas no le salían. Un gran surco de sudor empapaba las costuras de su camisa, a la altura de las axilas. Entonces sintió un extraño escalofrío y pasando rápidamente la vista por entre lámparas, tresillos y mesitas auxiliares, la detuvo en un punto del escaparate, a su izquierda. Al otro lado, una señora mayor, vestida con una falda tableada malva y una blusa blanca de tejido fresco lo miraba por encima de sus gruesas gafas de vista. No cabía duda: aquella mujer era su madre, muerta hacía algunos meses. Tenía la cara de antes de diagnosticársele la enfermedad, su cara suave de los últimos años, y lo miraba con una efusión rebosante e infinita. Levantó la mano, que sujetaba un abanico con las varillas de sándalo calado, y lo saludó tras el cristal. Al segundo desapareció por la izquierda. Él estaba petrificado, la emoción lo había dejado pasmado, con la mano pegada al catálogo de telas para tapizar. Cuando volvió en sí, echó a correr hacia la puerta y se asomó a la calle: no había ni un alma, su madre había desaparecido entre el bochorno de la tarde. Le sorprendió el rumor de la fuente de enfrente, casi el único sonido que percibía con nitidez, como un crepitar de telas en combustión, como una carrera de ángeles en lontananza.
2. Estaba escribiendo sobre fantasmas cuando sonó el telefonillo. Eran al menos las once de la noche, tenía la tele encendida (aunque sin volumen) y estaba escuchando el último de los cuartetos de cuerda de Béla Bartók. Cuando pregunté que quién era, una voz familiar me contestó que Josep Plà. Apreté el botón y esperé a que llamase al timbre de arriba. Cuando abrí la puerta no me sorprendió ver a Sergio ante mí. Se había cortado el pelo y, curiosamente, había envejecido: ya no era aquel crío de dieciocho años que nos abandonó un fatídico y lejano día del mes de enero. Fue todo muy rápido, las botas sin crampones, la nieve blanda y crujiente, un resbalón y el golpe letal en la cabeza. Me dio un abrazo como un suspiro y me pidió que nos instalásemos en alguna parte de la casa poco habitada, más de tránsito, que le había costado mucho esfuerzo subir las escaleras, en especial el último tramo, tan empinado, y que temía desaparecer si no se alimentaba de cierta oscuridad. Yo me lo llevé de la mano hacia el diminuto pasillo que comunica mi dormitorio con el salón y con mi despacho. Se sentó de cuclillas, con los brazos cruzados, como quien observa desde la ribera de un río la orilla de enfrente. Yo le imité la postura y me senté a su lado, rozándole levemente el codo. Me fijé en sus pecas, tan graciosas, y en su piel casi transparente, fina como una gasa. Durante unos cinco minutos estuvimos intercambiando frases, haciéndonos preguntas llenas de curiosidad, de cuya mayor parte no me acuerdo. A veces su mirada azul se perdía en un lugar muy remoto e inexpugnable. Los instrumentos de cuerda de la pieza que sonaba en el salón, un tiempo lento, pasaban de un acorde agudo a otro grave; en mitad, un suave silencio. De pronto se levantó y lo miré con una tristeza honda de despedida. Supuse que querría salir por la terraza y abrí el ventanal dejando entrar el aire helado del invierno. Antes de dejar que su silueta se perdiese en la negrura del allá, le pregunté si seguía siendo comunista. Me sonrío de una forma muy afectuosa y me dijo camarada, más que nunca, ahí donde estoy las injusticias son aún peores... cerré la puerta y, de nuevo en cuclillas, pegué la frente al cristal, frío como el agua de los manantiales más altos de la tierra.