Ayer, tras quince años de adhesión, de acompañarme a cada ciudad en la que he vivido y de viajar conmigo en cada mudanza que he hecho, de interrupciones y reanudaciones varias, terminé de leer En busca del tiempo perdido, el ciclo de novelas de Marcel Proust. Curiosamente cerré el último volumen en el mismo lugar donde abrí el primero: mi cuarto de adolescente. Fue mi padre el que me regaló la edición que tengo, de Alianza, cuando cumplí dieciocho años. Gran novela, imperfecta y sublime: "Me producía un sentimiento de fatiga y de miedo percibir que todo aquel tiempo tan largo no sólo había sido vivido, pensado, segregado por mí sin una sola interrupción, sentir que era mi vida, que era yo mismo, sino también que tenía que mantenerlo cada minuto amarrado a mí, que me sostenía, encaramado yo en su cima vertiginosa, que no podía moverme sin moverlo. (...) Me daba vértigo ver tantos años debajo de mí, aunque en mí, como si yo tuviera leguas de estatura. (...) Si me diese siquiera el tiempo suficiente para realizar mi obra, lo primero que haría sería describir en ella a los hombres ocupando un lugar sumamente grande (aunque para ello hubieran de parecer seres monstruosos), comparado con el muy restringido que se les asigna en el espacio, un lugar, por el contrario, prolongado sin límite en el Tiempo, puesto que, como gigantes sumergidos en los años, lindan simultáneamente con épocas tan distantes, entre las cuales vinieron a situarse tantos días".
Por otra parte, hoy he terminado mi primer relato de "madurez" del que creo sentirme en gran parte satisfecho. No sé cómo será dentro de unos años, de unos meses, de unos días quizás. Pero hacía mucho tiempo que no terminaba algo que me gustase, que superase el elevado nivel de mi autoexigencia. Posiblemente no me ocurría algo parecido desde la época en que mi padre me regaló la obra de Proust que terminé ayer. A los dioses huidos lo he titulado.
Veía necesario anotar estas dos fechas.