sábado, marzo 27, 2010

Lo pensaré mañana

Cae la tarde y me asomo a la terraza. Me quedo en el dintel del gran ventanal de acceso observando la luna, todavía tenue, en el horizonte. En el equipo suena la Pasión según San Juan. El atardecer es, como siempre, una delicia. El sol se pone a mis espaldas, pintando de colores venecianos el cielo. Es ese canto del cisne de todos los días, tan hermoso. Pienso que me encantaría compartir este momento con alguien, compartirlo desde la emoción intelectual que me produce, como quien intenta compartir un libro que le gusta: el misterio del final de este sábado de primavera, el arrobo que me produce su desperezo, los colores conocidos de la tarde, la terraza que se abre a un mar de azoteas, la analogía que establezco entre ellas y las piscinas que aparecen en El nadador de Cheever, el gesto inspirado, veraniego y de epopeya contemporánea que hay al principio de ese cuento; de nuevo en casa, el dorado del parqué que como por arte de magia se va tiñendo de azules, la música de Bach, una manzana del frutero que parece pulida con cera, la alegría sosegada de un día de descanso sin altibajos, las campanas de las iglesias cercanas, la forma intrincada y anárquica en que los geranios se derraman por los maceteros que cuelgan de la verja que circunda el tragaluz, Bach otra vez, el plateado primitivo de esta nueva noche que ahora comienza...
Sin embargo, cayendo en la cuenta de esos libros que me gustaron y que traté de compartir con otros, mientras suena el coro "Ruht wohl, ihr heiligen Gebeine" de la Pasión, descubro lo intransferible de ciertas emociones humanas. Al menos en su totalidad. Son como las ostras, que una vez fuera de sus valvas, pierden propiedades. Y por seguir con la conveniencia, se me ocurre que sólo algunas, con el transcurso del tiempo y la sedimentación, son capaces de producir perlas. Perlas como esas obras de arte en las que sólo algunas personas son capaces de crionizar emociones en gran medida intransferibles...
¿Es imposible la comunicación de eso que en filosofía se conoce como "lo sublime" sin que medie entre los interlocutores la obra de arte? ¿Estamos limitados a intercambios menos complejos como el placer sexual o la risa? ¿Por qué la fuerte emoción que nos causa un libro, una música o un paisaje es sólo comunicable a medias? Me viene a la cabeza ese pasaje de La divina comedia en que el poeta, de paseo por el infierno, se encuentra a Francesca da Rimini y a su amante Paolo Malatesta, hermano menor de su marido, que descubrieron su amor adúltero leyendo a cuatro ojos los amores de Lanzarote y Ginebra sobre un único libro. Los enamorados se leen uno a otro en voz alta; los matrimonios se enfrascan silenciosos en sendos libros ocupando cada uno su lado de la cama...

P.D. He intentado volcarme de nuevo en la novela pero el resultado sólo han sido un par de correcciones. Al salir a la terraza a fumar he pensado en este post. Me queda el consuelo de su utilización futura y parcial para algún pasaje de la novela. Hay días que me siento como Penélope, tejiendo y destejiendo por temor a un final. Necesito avanzar, aunque sea a trompicones. La música ya es otra, la Suite Lulu, de Alban Berg. Sí, lo pensaré mañana...

miércoles, marzo 24, 2010

El espejo de Las meninas

Ayer me di cuenta, leyendo Las palabras y las cosas de Foucault, de un detalle de Las meninas: el reflejo de los reyes en el espejo del fondo no es fiel a la realidad ni a las leyes de la perspectiva. Es un reflejo "limpio": todo lo que queda entre el espejo y los reyes (que se supone ocupan el lugar del espectador del cuadro), esto es, el reverso de la escena representada, ha sido barrido, eliminado. No vemos ni la espalda del pintor, ni la espalda de la infanta Margarita ni la de su séquito. Tampoco vemos nada de la tela situada a la izquierda en primer término, tela en la que se entiende que el pintor está plasmando el retrato real. El uso de Las meninas que hace Foucault para exponer la no representación del sujeto en lo que él llama período clásico (hasta el siglo XVII) es tan brillante que me dejó boquiabierto...

viernes, marzo 19, 2010

Sobrecarga

He aquí el input de referencias (conscientes y con cierta huella) que entraron o se reprocesaron en mi sistema operativo en un día como el de ayer: Giovanni Battista Fontana, sonata, Morton Feldman, Samuel Beckett, Ryan McGinley, Anton Webern, Alnold Schënberg, Alex Ross, El ruido eterno, Rothko Chapel, Jenaro Talens, Las teorías salvajes, Pola Oloixarac, Lady Cavendish, Alpha Decay, Laurence Sterne, Vida y opiniones del caballero Tristán Shandy, Melpómene, musa del teatro, Godard, À bout de souffle, La ventana indiscreta, Jean Seberg, Jean-Paul Belmondo, Un verano con Mónica, Saul Bellow, Ingmar Bergman, expresionismo alemán, Golem, nueva objetividad, Walter Ruttmann, El gabinete del doctor Caligari, caligarismo, Fritz Lang, Metrópolis, John Cheever, John Updike, The New Yorker, Mille regretz, Carlos I, Josquin des Prés, Steve Reich, república de Weimar, Madoff, Cage, Farben, Raoul Coutard, zeitgeist, Sonic Youth, lieder, Dublinesca, Vila-Matas, Jorge Herralde, Ray Loriga, Vitra, Marifé de Triana, Un prophète, Berlín, sinfonía de una ciudad, Anita Berber, Otto Dix, etc.

jueves, marzo 18, 2010

La Canción del Emperador

Mille regrets
de vous abandonner
Et d'élonger
votre face amoureuse
J'ai si grand deuil
et peine douloureuse
Qu'on me verra
bref mes jours définer.

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Mil penas siento
de abandonaros
y dejar atrás
vuestro rostro amoroso
Tengo tan gran duelo
y dolorosa pena
que pronto se verá
el fin de mis días.

Canción anónima a la que puso música Josquin Despres hacia 1520.
Se dice que era la canción favorita de Carlos I.

domingo, marzo 14, 2010

Diarios/Speculum

Acabas de ver la película de Tom Ford, una película que habla sobre el amor, la ausencia y el paso del tiempo, pero de la que sales con ganas de tomarte el gin&tonic perfecto en el vaso perfecto y en el decorado perfecto. Como ese lugar no existe, le dices al taxista que te deje en casa. Allí, después de dejar el abrigo y la bufanda sobre una silla, de poner un disco y de trastear en la cocina, tienes la sensación de estar jugando a las casitas. Un elemento flotante, parecido al de algunos sistemas de insonorización, parece separar el conjunto de tus actividades diarias de esa vida verdadera que está dentro de tu cabeza...
Piensas en esa extraña dolencia que a alguna gente (¿a ti también?) le hace sentir desinterés por el futuro y la refugia en las cosas pasadas. La melancolía. Si sólo estás predispuesto a volver a sentir aquello que ya sentiste y tu capacidad de sentir se obstruye en un determinado punto del presente, ¿no es fácil caer en el resentimiento?
Por las noches "atracas" los Diarios de John Cheever. Te sorprende su capacidad de descripción, sus visiones, su implacabilidad para consigo mismo. Lo achacas a su lectura de la biblia. A veces te deprime. Pasas dos, tres páginas, y han transcurrido meses, a veces casi un año. La vida pasa rápido, te dices. Te ves reflexionando sobre el tempo de los libros y sobre el tiempo que tardaron en escribirse. Los Diarios de Cheever no tienen indicaciones de fecha; sólo la anotación de un cumpleaños, del estreno de una película, de la aparición de una novela, te ayudan a contextualizar la época en que fue escrita cada línea...
Paran las lluvias y esa noche hace frío. Te metes bajo el edredón, tratas de ocupar toda la cama, cosa que casi nunca haces: bajo la oscuridad resonante, afuera el frío, te vienen a la cabeza los soportales de entrada del apartamento de verano de una amiga de la infancia, en la playa de Las Redes. El olor a mar, el césped al fondo y una pelota de tenis que rebota contra el suelo, produciendo un eco infinito. Luego recuerdas esos golpes en la cabeza de cuando eras pequeño: de repente caías al suelo y tu cabeza se estampaba contra el mármol. Más que dolor había una especie de silenciación absoluta, que derivaba en otro eco de timbre grave. A esos golpes no podrías sobrevivir hoy en día.
Teatro el miércoles: la versión flamenca del ballet Historia de un soldado, de Igor Stravinsky. Al volver a casa una llovizna finísima empapa las calles. Son unas gotas que de tan finas parecen haber transmutado al estado sólido. Tienen la consistencia del azúcar glasé. Te cruzas con dos hombres que comparten un mismo paraguas. Sus manos sostienen el mango muy juntas.
Semana absurda de trabajo. Una traducción que puedes hacer en dos días te lleva cinco. ¿Quién la ha redactado? ¿Un taiwanés con mínimos conocimientos de inglés? Te dicen que es la transcripción de una emisión web... estás cabreado, este mes no estás haciendo tus ingresos mínimos, pero la semana acaba con sol y escuchas el Bolero de Ravel durante toda la mañana, cosa que te pone contento.
En casa de tus padres, después del almuerzo, te echas sobre la cama y lees el famoso episodio de El tiempo recobrado en que el narrador pasea por el París de la Gran Guerra conversando con el barón de Charlus. Fantaseas con llevar al cine esa noche alucinante, ese paseo por las calles oscurecidas del París de hacia 1915, el cielo surcado de aviones de combate, la torre Eiffel apagada, rarezas que lanzan la imaginación del narrador al pueblo costero de su adolescencia, Balbec, con el cielo estrellado y limpio, o al Bagdag de Las mil y una noches. Es una noche en la que hace calor y el narrador, que siente una terrible sed después de dejar a Charlus, sabiéndose lejos de casa, en unas calles "retiradas del centro", decide entrar en una pensión que llama poderosamente su atención por lo iluminada que está y por el trasiego de hombres, muchos de ellos de uniforme, que entran y salen de ella. Es el burdel de hombres que lleva Jupien, el factótum del barón, y donde el narrador, en uno de los pasajes más fisgones de toda la novela, descubre las prácticas sadomasoquistas del barón, del que se acaba de despedir hace poco en la calle. Una película de aproximadamente hora y media en que se cuente todo este paseo, lleno de digresiones, en el ambiente caluroso y enrarecido del París de la primera guerra mundial...
Esta semana no has tocado tu novela. Inventas mil excusas para no tocarla. El temor a volver sobre lo ya escrito, a no progresar, a sumergirme en retoques infinitos, te lleva a eso...
Te gustaría que la casa estuviese más limpia, tener planes realistas de viajes, ver a F., pasar unos días agradables en el campo, cambiar de trabajo, una sorpresa.
La primavera está de camino y te sientes apurado.

jueves, marzo 04, 2010

Un amanecer más temprano

Llegó a Madrid muy joven, como en segundo o tercero de carrera. Era una chica alta y competente, participativa (sobre todo en las reuniones del bar de la facultad), y antes de licenciarse, a pesar de no descollar demasiado en clase, ya ensartaba un trabajo con el siguiente. Al principio en cortometrajes de colegas, como chica para todo, luego de meritoria, de runner, de realizadora en programas de televisión, hasta que se asoció con un amigo, pidió un crédito en el banco un día de abundante lluvia y montó su propia productora de cine. Pero eso fue luego...
En aquellos años de universitaria tenía una fuerza y una vitalidad extraordinarias, que te llevaban a emparentarla con esas primeras colonas del oeste americano, de manos grandes y ojos inquietos, que dando un golpe en la mesa, como movidas repentinamente por esa consigna de "primero la obligación y luego la devoción", detenían en seco las risotadas con que acompañaban una reunión distendida y se levantaban de la silla con un hambre voraz por comerse el mundo. El mundo era un Madrid provinciano y raquítico, que estaba por hacer...
Cuando estaba acompañada, tenía una risa retumbante, aunque a menudo se reía a solas de sus propias cosas, en silencio. Se hacía mucha gracia a sí misma. El éxito, como quien dice, no le vino solo: siempre llegaba tarde a casa, apenas iba al supermercado, escuchaba música sólo en el coche (cuando iba de un sitio a otro) y si acudía a algún estreno lo hacía por motivos profesionales. Conocía a muchísima gente aunque su grupo de íntimos se reducía a unos cuantos colegas "de curro". Sin ser muy consciente de ello, prefería la compañía de los hombres a la de las mujeres. En un universo sólo transversal en apariencia, donde todo tendía a la asfixia de los "bajos fondos", es decir, al sector menos intelectual y cultivado de la pirámide profesional, estar a la hora del almuerzo rodeada de hombres, o mejor, ser aceptada codo con codo, bandeja con bandeja, como casi la única mujer, era una forma de destacar. Como al final todo se pega, en los últimos años, no sin cierta mala conciencia atávica (una conciencia que florecía especialmente cuando se alejaba de Madrid), se había ido deslizando, por esa extraña pendiente del deseo, hacia las puertas de Gomorra. Aunque odiaba la palabra lesbiana, ahora le gustaban más las mujeres. Pero le atraían de una forma muy hetero, muy anclada en la dicotomía: al igual que entre sus compañeros masculinos de trabajo aprovechaba su diferencia, en sus nuevas relaciones sexuales trataba también, aunque sin darse del todo cuenta, de interponer esa diferencia, no considerándose, de algún modo, una de aquellas. En el liminar mundo de la entomología, ella quería ser ese escarabajo raro aún por catalogar.
Con su vida sentimental le pasaba como con las películas que trataba de ver en casa: se entregaba con enorme ímpetu pero llegaba un punto en que el cansancio (más aún que el aburrimiento, que en realidad era un sentimiento desconocido para ella) la tumbaba y hacía que se perdiese el final. Por otra parte, su vida sexual era muy de "aquí te pillo, aquí te mato". De generación espontánea y volátil. No sufría por ello y, aunque sólo a los más íntimos, le encantaba contarla. Porque con los años había llegado a darse mucha importancia a sí misma, aunque era una importancia ajena a la presunción, como la de los idiotas o los locos. Contaba su vida a base de interrogaciones ("¿y sabes con quién me encontré?"), como tratando de crear grandes expectativas en su interlocutor...
Tenía un gusto vulgar. A falta de mundo interior, había ido cogiendo prestado. Como sus fuentes estaban tan limitadas y eran tan obvias, tan de su sector, el tono final era de un gris deprimente. Pero esto sólo lo apreciaba el ojo delicado; el común de los mortales no sólo aceptaba el resultado sino que solía alabarlo. Había sabido colocarse en una posición correcta y ciertos estereotipos de corrección estética tenían, incluso desde un punto de vista moral, el éxito garantizado. Le gustaba agradar, porque era la forma más rápida de sentirse querida, y qué mejor que olvidarse de una misma para conseguirlo. Al final había naturalizado esta estrategia: era su mayor desconocida. Su ego estaba muy marcado, pero era como el de esos héroes de novela de aventuras; era narrativo, anterior a la psicología. A la gente le caía bien; aunque su mérito no consistía en caer bien sino en no caer mal.
Jamás habría querido para sí la fama, ella estaba en otra vía, pero le gustaba sentirla próxima. Se daba cuenta de que esa segunda línea, esa retaguardia de los amigos o conocidos de famosos, donde ella estaba, tendría más oportunidades de sobrevivir a los vaivenes de la popularidad y, por tanto, ocuparía siempre un lugar en aquella "guerra". La vecindad de estos resplandores urbanos daba a su vida un brillo luminoso pero, a pesar del cambio de los tiempos, su historia no distaba tanto de la de sus abuelos, que volvieron ya jubilados al pueblo después de haber hecho "los madriles", trabajando como mulas, en ese ámbito putativo y engañoso, siempre contiguo, del "servicio doméstico".
Hace poco, estando yo de paso por Madrid, me la encontré en un restaurante. Estaba a un extremo de la mesa más larga del comedor, ruidosa y vocinglera. Me pareció ver por allí, sentados, a algunos rostros conocidos. Intercambiamos algunas frases de compromiso. Estuvo amable, como de costumbre. No había perdido el atractivo... me contó que su empresa estaba atravesando algunos problemas. "La crisis, ya sabes". Nos despedimos. Luego estuve un rato bailando con mis amigos y volví sola en taxi al hotel, ya amaneciendo. Entonces, mientras miraba por una de las ventanillas traseras aquel espectáculo de azules, rosas y dorados diáfanos, de calles recién regadas, de cornisas monumentales, entre recuerdos de mis años mozos en aquella ciudad, la imaginé en ese momento del día, quizás el más íntimo de todos los suyos, al volante de su coche, empezando la jornada, con apenas un café en el estómago, dispuesta a comerse el mundo... ese Madrid que ya estaba hecho, aunque de aquella manera.

Las babas del diablo

Le sobrevino una risa apretujada y estentórea, como un vómito del diablo, infinitamente purgante, una tormenta del alma, como si un avión impactase repentinamente sobre su mesa de trabajo...