martes, febrero 02, 2010

"Aquí comienza Albertine desaparecida, continuación de la novela anterior La prisionera"

Últimamente han ido a parar a mis manos tres libros relacionados con Marcel Proust. Dos escritos en francés, Marcel Proust sous l'emprise de la photographie, de Brassaï, que estudia la influencia de un arte relativamente nuevo como la fotografía sobre la vida y la obra del escritor francés, y Le Paris retrouvé de Marcel Proust, un recorrido por la ciudad, a medias real y a medias recreada, que sirve de escenario principal a En busca del tiempo perdido, así como por las personas reales que, a veces en racimos depurados de dos, tres o cinco, conforman cada uno de los personajes principales de la archiconocida y poco leída obra de Proust. El otro es la traducción española del manuscrito definitivo del penúltimo tomo de "À la recherche", publicado tras la muerte de Proust como La fugitiva y rebautizado ahora, según el último deseo del autor, como Albertine desaparecida, de carácter más breve y denso que la primera versión. La obra capital de Proust, tan fascinante en su prolongada densidad (una galaxia completa, podríamos decir) tiene, a pesar de beber de distintas influencias, mucho de fenómeno aislado. Es como esas montañas que, aunque hechas del material geológico confinante, surgen en mitad de un páramo. Una rareza monumental, que difícilmente puede crear escuela, y que en el caso del aprendiz de escritor, más conviene sortear (una vez estudiada, una vez aprehendida) que tratar de prolongar o variar...
Sin embargo, esto no quita que de su lectura (en mi caso, uno de los mayores placeres de los que puedo gozar en este mundo) podamos sacar importantes conclusiones. Lo que sigue es una especie de reclamo, personal, como no podría ser de otra forma, de por qué (me) resulta tan grato leer En busca del tiempo perdido:

1. Leer la novela de Proust pone de manifiesto una idea absolutamente radical: toda vida, hasta la más insignificante, hasta la más aburrida, puede ser novelable. A través de nuestros recuerdos, muchos de ellos involuntarios, podemos recrear artísticamente todo un universo.

2. Este universo convertido en obra de arte se puede estirar "ad aeternum". La vida de una persona tiene fecha de caducidad y está limitada, pero la obra cuya materia es esa vida finita puede reinterpretarse, recrearse hasta la eternidad.

3. En este mismo orden de cosas, cuando la vida deje de parecernos interesante o empiece a parecernos aburrida, siempre podremos recrearla, invocarla desde la escritura, recobrar el tiempo perdido (tanto en su acepción de "acabado" como en su acepción de "malgastado"). Hubo un día, tras la muerte de sus padres, en que Proust decidió dejar de perder el tiempo (ese tiempo de dilettante de salón) y se empeñó en recobrarlo. Y digo "decidió" porque no creo que fuese la enfermedad la que llevó a Proust a encerrarse en su habitación con la pluma en la mano sino más bien todo lo contrario: Proust enfermó y murió por exceso de trabajo. Fue la escritura y no el asma la que lo "recluyó" en su famosa habitación acolchada.

4. Proust no sólo es uno de los mejores diseccionadores del alma humana, es también uno de los mayores pormenorizadores de la materia. El estudio de la luz y de las sombras (tanto de las reales como de las figuradas) resulta capital en una obra que, como afirma Brassaï, está enormemente influida por la fotografía, por sus técnicas, por lo microscópico (lo introspectivo) y lo telescópico (piénsese en que se trata de un libro de "recuerdos", en el tiempo que media entre el narrador y los hechos que nos está contando), por el voyeurismo, por el revelado (revelación), por lo que tiene la técnica fotográfica de objetiva y ahumana y lo que tiene de instantánea y relativa.

5. El narrador de la obra media entre ella y nosotros y eso, unido al resto de personajes vivientes en la misma, hace de ella una masa cambiante, mutante, en absoluto rígida como mucha gente cree. El narrador se empeña en proyectar una ficción coherente y compacta de sí mismo a lo largo del tiempo que dura la lectura (el tempo) de la obra, pero somos tan conscientes de su presencia, de sus fallas, de sus fisuras, de su palabrería a veces, de sus miedos y obsesiones, de sus equivocaciones, que empezamos a quitarle credibilidad y el relativismo estalla, volviendo todo aquello subjetivo, cambiante, mil veces interpretable. Este fantástico punto de vista hace de la obra un universo muy rico en matices.

6. Dentro de esta lógica, el mundo de "À la recherche..." es un mundo de apariencias. Hombres que parecen mujeres, mujeres que parecen hombres, heterosexuales que parecen homosexuales, homosexuales que parecen heterosexuales, dreyfusistas que parecen no serlo, esnobs que no lo son tanto, duquesas que parecen pájaros, bellezas que dejan de serlo, etc. En el mundo de Proust no existe una única verdad. Todo hecho, toda impresión esconde una segunda o tercera causa. Es un mundo de equivalencias. La obsesión por la metáfora en Proust hace del mundo un lugar enormemente rico y ampliable. En este tropo de pasar el sentido recto de las cosas a un sentido torcido, figurado, hay un no sé qué harto moderno. Las personas, los objetos, las relaciones, los deseos, el tiempo, los espacios, forman parte de un magma heterogéneo y amorfo, de difícil solidificación, enormemente líquido, como alguien aludió al mundo de nuestros días.

7. Los salones, las duquesas, el esnobismo, y otras "reglas" sociales que atraviesan la obra de Proust (y que al estar encerradas en un contexto decimonónico hacen del libro una lectura tan poco apetecible para muchos) no son más que el punto de partida de un mundo, en apariencia rígido, que el tiempo y la Historia desintegran. "À la recherche" es una obra sobre las excepciones a la regla, o mejor, sobre la regla como excepción, siendo la principal de ellas la del recuerdo frente al olvido.

8. La habladuría, el "babardage", la equivalencia metafórica, la prolijidad de voces y el miniaturismo e introspección de En busca del tiempo perdido son, como dice Benjamin, la lucha de un asmático por respirar, quizás no tanto para "descargarse de la pesadilla del recuerdo" como para huir del olvido, que es ese punto muerto en que el cuerpo deja de respirar. No por casualidad el último volumen de "À la recherche...", se llama "Le temps retrouvé", el tiempo reencontrado, recobrado, recuperado. Cuando uno cierra su última página siente un terror tan parecido al del asmático que tiende a abrir de nuevo la primera de "Du côté de chez Swann" (Por el camino de Swann)...

9. A pesar de lo mal que nos pueden caer muchos de los personajes de "À la recherche", incluido el propio narrador, pocos libros establecen con sus lectores tal grado de intimidad. Es tal el "abuso textual" que resulta difícil no descubrir algo íntimo sobre nosotros mismos o sobre nuestra percepción (del mundo, de las horas del día) al leer a Proust. A veces te sorprende mucho, en especial porque los renglones que has estado leyendo hasta entonces han pasado de manera distraída por tu cabeza, como el día de lluvia que sigue a otros cinco días de lluvia anteriores.

10. Y sí, no hay mayor bendición en Proust que el haber hecho del aburrimiento una forma de entretenimiento. Lo que lo hace tan elitista, tan exquisito, es el exigir tanta desocupación a sus lectores. Quizás el estado óptimo para leer a Proust sea una larga enfermedad leve, todo un verano de dolce far niente con el cielo nublado o las mil y una noches que siguen a una crisis o a una ruptura.

Observo los ojos de Proust en una fotografía. Esos ojos gigantes y quietos como un insecto sobre una hoja. Esos ojos como de camaleón. Esos ojos que en su afán de asimilarlo todo se convierten en ese todo. Ampliemos la instantánea... los ojos de Proust, esos ojos enormes que lo vacían todo, que te vacían, los ojos de Proust.
Sus ojos.