lunes, enero 11, 2010

Pasajes de París (II): la ciudad-sarcófago

Me decido por los vestigios decimonónicos: el siglo que vio nacer a Proust. Visito una serie de casas-museos que se conservan más o menos tal cual las dejaron sus moradores. En el Musée National Gustave Moreau, rue de La Rochefoucauld, comienzo a escribir notas en mi cuaderno. Después de visitar los apartamentos privados del pintor, ya en la sala más grande (lo que fuera su estudio), me siento frente a un cuadro abigarrado de dorados y colores venecianos. Se trata de Les prétendents, los pretendientes de Penélope, inspirado por ese pasaje de La Odisea. Justo detrás de mí se levanta una preciosa escalera helicoidal que conduce a la segunda planta. Los visitantes hacen crujir los listones de parqué. Huele intensamente a polvo. Tras los cristales de la izquierda, las tonalidades del gris confluyen sobre las también abigarradas ramas de los árboles, desnudos en este invierno de nuestro descontento. En muchas obras, Moreau ha tatuado su pincelada suelta al óleo con detallistas dibujos tipo bordado, en tinta negra. Me detengo ante su autorretrato, que me recuerda a uno de los de Rembrandt joven. En sus ojos se aprecia esa expresión entre sorprendida y vanidosa del que se encuentra frente a sí mismo por propia voluntad. El centinela del museo, un hombre mayor de origen africano, ha comenzado a cerrar con candado las cajoneras verticales de finos paneles donde se guardan los dibujos del artista. Una vez fuera, seis de la tarde y ya oscuro, la lluvia nos recibe con generosidad.
Al día siguiente, el metro nos deja junto al Parc Monceau, en su entrada del boulevard de Courcelles. Atravesamos uno de sus caminos de tierra, mojado tras un chaparrón. Pensaba que era más grande, sin embargo la vista lo abarca fácilmente: las fachadas haussmannianas de los edificios que lo rodean se aprecian desde cualquier ángulo. El invierno hace adelgazar a los parques. Unas calles más abajo, ya en el boulevard Haussmann, hacemos cola en el museo Jacquemart-André. Se trata del típico hôtel construido durante el Segundo Imperio en una de las nuevas zonas de moda de la ciudad. Su propietario, el industrial Edouard André, reunió en él, junto a su mujer, Nélie Jacquemart (pintora que tras dar el braguetazo abandonó definitivamente los pinceles), una de las mejores colecciones privadas de París: cuadros de la escuela rococó francesa (Watteau, Boucher, etc.), mobiliario del Grand Siècle, pintura antigua de las escuelas flamenca e italiana, esculturas y artesonados renacentistas... en el salón de baile uno puede imaginarse perfectamente lo que debieron de ser las "soirées" de aquellos tiempos: los músicos tocando semiocultos sobre la balconada superior, las hortensias frescas en los jarrones, las espaldas y los brazos desnudos de las señoras, el brillo de sus joyas, la gran mancha blanca y negra de los esmóquines de los caballeros, envueltos en el humo de sus pipas y cigarrillos mientras hablaban de negocios en el fumoir de aires orientales, las libreas dieciochescas de los criados, tan en boga durante un período que se mostraba nostálgico de haber desmantelado Versalles...
Días más tarde, dando un paseo por los elegantes y tenues pasillos de la Comédie Française, antes de ver una obra de teatro de Lagarce, nos topamos P. y yo con la silla que utilizó Molière durante una de las representaciones de su Enfermo imaginario. Está expuesta en una vitrina herméticamente cerrada, raída y fascinante como una momia.
Sentado en La Marine, un bonito restaurante con suelo de mosaico hidráulico, espejos, paredes decapadas, molduras en el techo y ventanales al canal de Saint Martin, no muy lejos de una mesa en la que está sentada Orlan, la gurú del body art, pienso en el tiempo, que siempre falta en París. Es tal la densidad histórica de la ciudad que el tiempo apremia. El nuestro es demasiado pequeño en comparación con el que se encuentra bajo nuestros pies, en cada esquina, frente a cada marco antiguo, sobre el bar en el que tomamos unos cócteles: según reza una placa, estamos debajo del que fuera domicilio durante algunos años de Richard Wagner. El camarero nos dice que arriba sólo vive una señora mayor que les hace la vida imposible a fuerza de llamadas a la policía.
Sí, pelar la cebolla del tiempo resulta aquí harto difícil, un acto casi tan inhumano como perderse en la vastedad del Louvre, donde pude ver de nuevo, ya el último día, La bordadora de Vermeer. Sólo por contemplar este cuadro de pequeñas dimensiones merece la pena confundirse entre las hordas de turistas que penetran cada día las entrañas de este monstruo a través de la pirámide de cristal: los hilos engarzados en el cojín de la izquierda, las delicadas manos de la muchacha sometidas al trabajo... y ese gesto de concentración en la labor, tan pacífico y civilizado. Qué bien se está en un museo tan grande y bien caldeado cuando afuera hace frío. Desde los apartamentos de Napoleón III (he visto muchas camas antiguas en este viaje), observo el atardecer en la ciudad, ajeno al discurrir de los siglos.
El cine estadounidense, en especial después de la Segunda Guerra Mundial, hizo de París la ciudad del amor. Es una falacia. París es la ciudad de la muerte. O más exactamente, del amor a los muertos, a la vida que un día abandonaron esos muertos. La ciudad sarcófago. Posiblemente no haya lugar en la tierra más densamente poblado de muertos célebres, ni ciudad a la que tanta gente haya venido a morir. Los cementerios de París, visitados con la misma devoción que sus museos, parecen confirmar esta idea de reverencia hacia el pasado. A diferencia de los cementerios anglosajones, que parecen parques, los cementerios de París son lo que son: lugares de veneración a los muertos, donde peregrinamos para pedir o prometer ante la tumba de aquellos que sean nuestros elegidos (un pintor, un escritor, una estrella de rock), llenos de flores anónimas. Yo, que nunca he pisado ningún cementerio, yo, que nunca he ido a visitar a mis propios muertos, conozco bien los cementerios de París: en el de Père Lachaise dejé (durante mi segunda visita a la ciudad) flores sobre la tumba de Wilde. Lirios, que tanto le gustaban.