martes, enero 26, 2010

Benjamin sobre Proust

"Los trece volúmenes de A la Recherche du Temps Perdu, de Marcel Proust, son el resultado de una síntesis inconstruible, en la que la sumersión del místico, el arte del prosista, el brío del satírico, el saber del erudito y la timidez del monómano componen una obra autobiográfica. Se ha dicho, con razón, que todas las grandes obras de la literatura fundan un género o lo deshacen, esto es que son casos especiales. Entre ellos es éste uno de los más inaprehensibles. Comenzando por la construcción, que expone a la vez creación, trabajo de memorias y comentario, hasta la sintaxis de sus frases sin riberas (Nilo del lenguaje que penetra, para fructificarlas, en las anchuras de la verdad), todo está fuera de las normas. El primer conocimiento, que enriquece a quien considera este importante caso de la creación literaria, es que representa el logro más grande de los últimos decenios. Y las condiciones que están a su base son insanas en grado sumo. Una dolencia rara, una riqueza poco común y una predisposición anormal. No todo es un modelo en esta vida, pero sí que todo es ejemplar. A la sobresaliente ejecutoria literaria de nuestros días le señala su lugar en el corazón de lo imposible, en el centro, a la vez que en el punto de equilibrio, de todos los peligros; caracteriza además a esa gran realización de la "obra de una vida" como última y por mucho tiempo. La imagen de Proust es la suprema expresión fisiognómica que ha podido adquirir la discrepancia irreteniblemente creciente entre vida y poesía. Esta es la moral que justifica el intento de conjurar dicha imagen.

Se sabe que Proust no ha descrito en su obra la vida tal y como ha sido, sino una vida tal y como la recuerda el que la ha vivido. Y, sin embargo, está esto dicho con poca agudeza, muy, pero que muy bastamente, Porque para el autor reminiscente el papel capital no lo desempeña lo que él haya vivido, sino el tejido de su recuerdo, la labor de Penélope rememorando. ¿0 no debiéramos hablar más bien de una obra de Penélope, que es la del olvido? ¿No está más cerca el rememorar involuntario, la mémoire involontaire de Proust, del olvido que de lo que generalmente se llama recuerdo? ¿Y no es esta obra de rememoración espontánea, en la que el recuerdo es el pliegue y el olvido la urdimbre, más bien la pieza opuesta a la obra de Penélope y no su imagen y semejanza? Porque aquí es el día el que deshace lo que obró, la noche. Cada mañana, despiertos, la mayoría de las veces débiles, flojos, tenemos en las manos no más que un par de franjas del tapiz de la existencia vivida, tal y como en nosotros las ha tejido el olvido. Pero cada día, con labor ligada a su finalidad, más aún con un recuerdo prisionero de esa finalidad, deshace el tramaje, los ornamentos del olvido. Por eso Proust terminó por hacer de sus días noche, para dedicar sin estorbos, en el aposento oscurecido, con luz artificial, todas sus horas a la obra de no dejar que se le escapase ni uno solo de los arabescos entrelazados.

Los romanos llaman a un texto tejido; apenas hay otro más tupido que el de Marcel Proust. Nada le parecía lo bastante tupido y duradero. Su editor Gallimard ha contado cómo las costumbres de Proust al leer pruebas de imprenta desesperaban a los linotipistas. Las galeradas les eran siempre devueltas con los márgenes completamente escritos. Pero no subsanaba ni una errata; todo el espacio disponible lo rellenaba con texto nuevo. La legalidad del recuerdo repercutía así en la dimensión de la obra. Puesto que un acontecimiento vivido es finito, al menos está incluido en la esfera de la vivencia, y el acontecimiento recordado carece de barreras, ya que es sólo clave para todo lo que vino antes que él y tras él. Y todavía es en otro sentido el recuerdo el que prescribe estrictamente cómo ha de tejerse. A saber, la unidad del texto la constituye únicamente el actus purus del recordar. No la persona del autor, y mucho menos la acción. Diremos incluso que sus intermitencias no son más que el reverso del continuum del recuerdo, el dibujo retroactivo del tapiz. Así lo quiso Proust y así hay que entenderlo, cuando él mismo dice que como más le gustaría ver su obra es impresa a dos columnas en un solo volumen y sin ningún punto y aparte.

¿Qué es lo que buscaba tan frenéticamente? ¿Qué había a la base de este empeño infinito? ¿Se nos permitiría decir que toda vida, obra, acto, que cuentan, nunca fueron otra cosa que el despliegue sin yerro de las horas más triviales, fugaces, sentimentales y débiles en la existencia de aquél al que pertenecen? Y cuando Proust, en un pasaje célebre, ha descrito esa hora que es la más suya, lo ha hecho de tal modo que cada uno vuelve a encontrarla en su propia existencia. Muy poco falta para que podamos llamarla cotidiana. Viene con la noche, con un gorjeo perdido o con un suspiro en el antepecho de una ventana abierta. Y no prescindamos de los encuentros que nos estarían determinados, si fuéramos menos proclives al sueño. Proust no está dispuesto a dormir. Y sin embargo, o más bien por eso mismo, ha podido Jean Cocteau decir, en un bello ensayo, respecto de su tono de voz, que obedecía a las leyes de la noche y de la miel. En cuanto entraba bajo su dominio vencía en su interior el duelo sin esperanza (lo que llamó una vez "l'imperfection incurable dans l'essence même du présent") y construía del panal del recuerdo una mansión para el enjambre de los pensamientos. Cocteau se ha dado cuenta de lo que de derecho hubiese tenido que ocupar en grado sumo a todos los lectores de este creador y de lo cual, sin embargo, ninguno ha hecho eje de su cavilación o de su amor. En Proust vio el deseo ciego, absurdo, poseso, de la dicha. Brillaba en sus miradas, que no eran dichosas. Aunque en ellas se asentaba la dicha como en el juego o como en el amor. Tampoco es muy difícil decir por qué esa voluntad de dicha, que paraliza, que hace estallar el corazón y que atraviesa las creaciones de Proust, se les mete dentro tan raras veces a sus lectores. El mismo Proust les ha facilitado en muchos pasajes considerar su "oeuvre" bajo la cómoda perspectiva, probada desde antiguo, de la renuncia, del heroísmo, de la ascesis. Nada les ilustra tanto a los discípulos ejemplares de la vida como que logro tan grande no sea sino fruto del esfuerzo, de la aflicción, del desengaño. Que en lo bello pudiese también la dicha tener su parte, sería demasiado bueno. Su resentimiento jamás llegaría a consolarse.

Pero hay una doble voluntad de dicha, una dialéctica de la dicha. Una figura hímnica de la dicha y otra elegíaca. Una: lo inaudito, lo que jamás ha estado ahí, la cúspide de la felicidad. La otra: el eterno una vez más, la eterna restauración de la dicha primera, original. Esta idea elegíaca de la dicha, que también podríamos llamar eleática, es la que transforma para Proust la existencia en un bosque encantado del recuerdo. No sólo le ha sacrificado amigos y compañía en la vida, sino acción en su obra, unidad de la persona, fluencia narrativa, juego de la fantasía. No ha sido el peor de sus lectores —Max Unhold— el que, apoyándose en el "aburrimiento" así condicionado de sus escritos, los ha comparado con "historias cualesquiera" y ha encontrado la siguiente formulación: "Proust ha conseguido hacer interesante una historia cualquiera. Dice: imagínese usted, señor lector, que ayer mojé una magdalena en mi té y me acordé de repente de que siendo niño estuve en el campo. Y así utiliza ochenta páginas, que resultan tan irresistibles, que creemos ser no ya quienes escuchan, sino los que sueñan despiertos." En estas historias cualesquiera —"todos los sueños habituales se convierten, no más contarlos, en historias cualesquiera"— ha encontrado Unhold el puente hacia el sueño. En él debe apoyarse toda interpretación sintética de Proust. Hay suficientes puertas discretas que conducen a él. Por ejemplo, el studium frenético de Proust, su culto apasionado por la semejanza. La cual no deja que se conozcan los verdaderos signos de su dominio precisamente cuando el creador la destapa por sorpresa, inesperadamente, en las obras, en las fisionomías o en las maneras de hablar. La semejanza de lo uno con lo otro, con la que contamos y que nos ocupa despiertos, juega alrededor de otra más profunda, la del mundo de los sueños, en el cual lo que ocurre nunca es idéntico, sino semejante: emerge impenetrablemente semejante a sí mismo. Los niños conocen una señal distintiva de ese mundo, la media, que tiene la estructura del mundo de los sueños, cuando enrollada en el cajón de la ropa puede serlo todo a la vez. E igual que ellos no pueden saciarse y con un toque todo lo transforman en otra cosa, así Proust tampoco se sacia de vaciar el cajón de los secretos, el yo, poniendo dentro con un toque su otra cosa, la imagen que aplaca su curiosidad, no, su nostalgia. Devorado por la nostalgia se tendía en la cama, por una añoranza por el mundo tergiversado en el estado de la semejanza y en el cual irrumpe el verdadero rostro surrealista de la existencia. A ese mundo pertenece lo que sucede en Proust y el modo cuidadoso y distinguido en que todo emerge. A saber, nunca aisladamente, patéticamente, visionariamente, sino anunciándose, apoyándose mucho, sustentando una realidad preciosa y frágil: la imagen. Se desprende ésta de la ensambladura de las frases de Proust (igual que el día de verano en Balbec entre las manos de Françoise), antigua, inmemorial, como una momia entre los visillos de tul.

II
Lo más importante que uno tiene que decir no siempre lo proclama en alto. Y tampoco, quedamente, lo confía siempre al de mayor confianza, al más próximo, no siempre al que más devotamente está dispuesto a recibir su confesión. Y no sólo personas, sino que también épocas tienen esa casta, redomada y frívola manera de comunicar a quienquiera que sea su intimidad; no precisamente son Zola o Anatole France en el siglo diecinueve los que lo hacen, sino que es el joven Proust, snob sin importancia, juguetón en los salones, quien caza al vuelo las confidencias más sorprendentes sobre el tiempo envejecido (como de otro Swann mortalmente lánguido). Proust es el primero que ha hecho al siglo diecinueve capaz de memorias. Lo que antes de él era un espacio de tiempo sin tensiones, se convierte en un campo de fuerzas en el que despertaron las corrientes múltiples de autores posteriores. Tampoco es una casualidad que las dos obras más importantes de este tipo procedan de autores cercanos a Proust como admiradores y amigos. Se trata de las memorias de la princesa Clermont-Tonnerre y de la obra autobiográfica de León Daudet. Una inspiración eminentemente proustiana ha llevado a León Daudet, cuya extravagancia política es demasiado tosca y estrecha para que pueda desgastar su admirable talento, a hacer de su vida una ciudad. A Paris vécu —la proyección de una biografía sobre el plan Taride— le rozan en más de un pasaje sombras de figuras proustianas. Y en lo que concierne a la princesa Clermont-Tonnerre, ya el título de su libro, Au Temps des Equipages, es antes de Proust apenas concebible. Por lo demás es el eco que vuelve suavemente a la llamada plural, amorosa y exigente del creador del Faubourg Saint-Germain. Además esta exposición melódica está llena de relaciones directas o indirectas a Proust tanto en su actitud como en sus figuras, entre las cuales él mismo y no pocos de sus objetos de estudio preferidos provienen del Ritz. Con lo cual estamos desde luego, no es cosa de negarlo, en un medio muy feudal y con apariciones como la de Robert de Montesquiou, al que la princesa Clermont-Tonnerre representa con maestría y de manera además muy especial. Es decir, que estamos en Proust, en el que tampoco falta, como sabemos, la contraposición a Montesquiou.

Pero esto no merecería ser discutido, toda vez que la cuestión de los modelos es de segundo rango, si la crítica no gustase facilitar las cosas. Sobre todo: no podía dejar pasar la ocasión de encanallarse con la chusma de las librerías de compra y venta. A los habituales nada les resultaba más fácil que del ambiente snob de la obra concluir sobre su autor, caracterizando la obra de Proust como asunto francés interno, como un apéndice cotilla al Gotha. Está a la mano: los problemas de los personajes proustianos proceden de una sociedad saturada. Pero ni siquiera hay uno que se arrope con los del autor. Estos son subversivos. Si tuviésemos que reducirlos a una fórmula, su deseo sería construir toda la edificación interna de la sociedad como una fisiología del chisme. En el tesoro de los prejuicios y máximas de ésta no hay nada que no aniquile su peligrosa comicidad. Pierre-Quint es el primero que ha dirigido su mirada sobre ella. "Cuando se habla de obras de humor, por lo común se piensa en libros breves, divertidos, con portadas ilustradas. Se olvida a Don Quijote, a Pantagruel y a Gil Blas, mamotretos informes de impresión apretada." Claro que no se acierta la fuerza explosiva de la crítica social proustiana con estas comparaciones. Su sustancia no es el humor, sino la comicidad. No alza al mundo en risas, sino que lo arruina en risas. Corriendo el peligro de que se haga pedazos, ante los cuales él mismo rompa a llorar. Y se hace pedazos: la unidad de la familia y de la personalidad, de la moral sexual y del matrimonio por conveniencia. Las pretensiones de la burguesía tintinean en risas. El tema sociológico de la obra es su contramarea, su reasimilación por parte de la nobleza.

Proust no se cansó nunca del entrenamiento que exigía el trato en los círculos feudales. Perseverantemente, y sin tener que hacerse demasiada fuerza, maleaba su naturaleza para hacerla tan impenetrable y diestra, tan devota y difícil como debía ser por su tarea. Más tarde la mixtificación, el formalismo son en él en tal medida naturales, que a veces sus cartas son sistemas enteros de paréntesis —y no sólo gramaticales, cartas cuya redacción infinitamente ingeniosa y ágil, por momentos recuerdan aquel esquema legendario: "Distinguida, respetada señora, advierto ahora que olvidé ayer en su casa mi bastón, y le ruego que se lo entregue al portador de esta carta. P. S. Disculpe Ud., por favor, la molestia; acabo de encontrarlo." ¡Qué ingenioso era en las dificultades! Muy entrada ya la noche se presenta en casa de la princesa Clermont-Tonnerre y condiciona quedarse a que le traigan de su casa un medicamento. Y envía al ayuda de cámara, dándole una larga descripción de los alrededores y de la casa. Por último: "No podrá Ud. equivocarse. Es la única ventana en el boulevard Haussmann en la que todavía hay luz encendida." Pero lo único que no le dice es el número. Si intentamos averiguar en una ciudad extraña la dirección de un bordel y recibimos una información por demás prolija, todo menos la calle y el número de la casa, entenderemos el amor de Proust por el ceremonial, su veneración por Saint-Simon, y (no precisamente en último término) su francesismo intransigente. ¿No es la quintaesencia de la experiencia: experimentar lo sumamente difícil que resulta experimentar mucho de lo que en apariencia podría decirse en pocas palabras? Sólo que esas palabras pertenecen a una jerga fija según una casta y una clase y los que están fuera de éstas no pueden entenderlas. No es extraño que a Proust le apasionase el lenguaje secreto de los salones. Cuando más tarde dispone la implacable descripción del "petit clan", de los Courvoisier, del "esprit d'Oriane", había ya aprendido en su trato con los Bibesco un lenguaje en clave al que también nosotros hemos sido introducidos recientemente.

En los años de su vida de salón, Proust no sólo ha adquirido en grado eminente, casi diríamos que teológico, el vicio de la adulación, sino que también ha desarrollado el de la curiosidad. En sus labios había un destello de aquella sonrisa que, en las bóvedas de muchas de las catedrales, que él amaba tanto, se deslizaba como un reguero de pólvora sobre los labios de las vírgenes necias. Es la sonrisa de la curiosidad. ¿Es la curiosidad la que en el fondo le ha hecho un parodista tan grande? Sabríamos entonces a qué atenernos respecto a este término de "parodista". No mucho. Puesto que aun haciendo justicia a su malicia sin fondo, reconozcamos que pasa de largo por lo amargo, escabroso, sañudo de los grandes reportajes, que redacta al estilo de Balzac, de Flaubert, de Sainte-Beuve, de Henri de Régnier, de los Goncourt, de Michelet, de Renan y finalmente de su preferido, Saint-Simon, y que luego recoge en el volumen Pastiches et Mélanges. Es la mimética del curioso, martingala genial de esta serie, pero que a la vez ha sido un momento de toda su creación, en la que nunca tomaremos lo bastante en serio su pasión por lo vegetal. Es Ortega y Gasset el primero que ha prestado atención a la existencia vegetativa de las figuras proustianas que de manera tan persistente están ligadas a su yacimiento social, determinadas por un estamento feudal, movidas por el viento que sopla de Guermantes o de Méséglise, impenetrablemente enmarañadas unas con otras en la jungla de su destino. La mimética, como comportamiento del creador, procede de este círculo. Sus conocimientos más exactos, más evidentes, se posan sobre sus objetos como insectos sobre sus hojas, flores y ramas, insectos que nada delatan de su existencia hasta que un salto, un golpe de alas, una pirueta, muestran al espectador asustado que una vida incalculablemente propia se ha entrometido, inadvertida, en un mundo extraño. Al verdadero lector de Proust le sacuden constantemente pequeños sustos. En las parodias como juego con "estilos" encuentra lo que muy de otra manera le ha concernido en cuanto lucha por la existencia de ese espíritu en el enramaje de la sociedad. Es éste el lugar para decir algo sobre lo íntima y fructíferamente que ambos vicios, la curiosidad y la adulación, se han interpenetrado. Un pasaje de la princesa Clermont-Tonnerre nos parece rico en enseñanzas: "Y para acabar, no podemos callarnos: a Proust le arrebataba el estudio del personal de servicio. ¿Era porque se trataba de un elemento que nunca encontraba en otra parte, estimulante de su sagacidad, o les envidiaba que pudiesen observar mejor los detalles íntimos de las cosas que a él le interesaban? Sea como sea, el personal de servicio, en sus figuras y tipos diversos, era su pasión." En los sombreados extraños de un Jupien, de un monsieur Aimé, de una Céleste Albaret, prosigue la línea de la figura de Françoise, que parece surgir en persona de un libro de oraciones con los rasgos ásperos y cortantes de una Santa Marta, y de esos grooms y chasseurs a quienes no se paga trabajo, sino ocio. Y quizá nunca como en estos grados ínfimos capte la representación el interés tenso de este conocedor de las ceremonias. ¿Quién medirá cuánta curiosidad de quien está servido entra en la adulación de Proust, cuánta adulación de quien está servido entra en su curiosidad? ¿Dónde tenía sus límites en las alturas de la vida social esta copia taimada del papel de quien está servido? La dio, ya que no podía hacer otra cosa. Porque como él mismo delató una vez: "Voir et désirer imiter" eran para él lo mismo. Esta es la actitud que, soberana y subalterna como era, fijó Maurice Barrès en las palabras más perfiladas que jamás se han acuñado sobre Proust: "Un Poéte persan dans une loge de concierge."

En la curiosidad de Proust había un soplo detectivesco. La crema de la sociedad era para él un clan de criminales, una banda de conspiradores con la que ninguna otra puede compararse: la carnorra de los consumidores. Excluye de su mundo todo lo que participe en la producción, y por lo menos exige que esa participación se esconda, graciosa y púdicamente, tras un gesto, igual que la exhiben los profesionales consumados de la consumición. El análisis de Proust del snobismo, que es mucho más importante que su apoteosis del arte, representa en su crítica a la sociedad el punto culminante. Porque no otra cosa es la actitud del snob que la consideración consecuente, organizada, acerada de la existencia desde el punto de vista químicamente puro del consumidor. Y puesto que en esa comedia satánica había que exilar el recuerdo más lejano, tanto como el más primitivo, de las fuerzas productivas de la Naturaleza, la liaison pervertida le resultaba en el amor más utilizable que la normal. El consumidor puro es el explotador puro. Lógica, teóricamente, está en Proust en la completa actualidad concreta de su existencia histórica. Concretamente, porque es impenetrable y no se deja exponer. Proust describe una clase obligada a camuflar su base material y que por eso se imagina un feudalismo que, sin tener de suyo una importancia económica, es tanto más utilizable como máscara de la alta burguesía. El desencantador implacable, sin ilusiones, del yo, del amor, de la moral, que así es como Proust gustaba verse a sí mismo, hace de su arte ilimitado un velo para ese misterio, el más importante para la vida de su clase: el económico. No como si por ello estuviese a su servicio. No es en este punto Marcel Proust quien habla, sino que habla la dureza de la obra, habla la intransigencia del hombre que va por delante de su clase. Lo que lleva a cabo, lo lleva a cabo como su maestro. Y mucho de la grandeza de esta obra seguirá siendo inexplorado, quedará sin descubrir, hasta que en la lucha final esa clase haya dado a conocer sus rasgos más pronunciados.

III
En el siglo pasado había en Grenoble —no sé si existe todavía— un local llamado "Au temps perdu". También en Proust somos huéspedes, que atravesamos, bajo un letrero oscilante, un umbral tras el cual nos esperan la eternidad y la ebriedad. Con razón ha distinguido Fernandez en Proust un tema de la eternidad de un tema del tiempo. Desde luego que esa eternidad no es nada platónica, nada utópica: es embriagadora. Por tanto, si "el tiempo le descubre, a cada uno que ahonda en su decurso, una índole nueva, desconocida hasta entonces, de eternidad", no es que cada uno se acerque por eso a "los nobles paisajes, que un Platón o un Spinoza alcanzaran con un golpe de alas". No; porque en Proust hay rudimentos de un idealismo perenne. Pero hacer de ellos base de una interpretación —y el que más groseramente lo ha hecho es Benoist-Méchin— es un desacierto. La eternidad de la que Proust abre aspectos no es el tiempo ilimitado, sino el tiempo entrecruzado. Su verdadera participación lo es respecto de un decurso temporal en su figura más real, que está entrecruzada en el espacio, y que no tiene mejor sitio que dentro, en el recuerdo, y afuera, en la edad. Seguir el contrapunto de edad y recuerdo significa penetrar en el corazón del mundo proustiano, en el universo de lo entrecruzado. Es el mundo en estado de semejanza y en él dominan las "correspondencias", que en primer lugar captó el romanticismo y más íntimamente Baudelaire, aunque ha sido Proust el único capaz de ponerlas de manifiesto en nuestra vida vivida. Esta es la obra de la mémoire involontaire, de la fuerza rejuvenecedora a la altura de la edad implacable. Donde lo que ha sido se refleja en el "instante" fresco como el rocío, se acumula también, irreteniblemente, un doloroso choque de rejuvenecimiento. Así, la dirección de los Guermantes se entrecruza para Proust con la dirección de Swann, ya que (en el volumen decimotercero) ronda una última vez los parajes de Combray y descubre que los caminos se entrecruzan. Al instante como con el viento cambia el paisaje. "Ah que le monde est grand à la clarté des lampes, aux yeux du souvenir que le monde est petit." Proust ha conseguido algo enorme: dejar que en un instante envejezca el mundo entero la edad de la vida de un hombre. Pero precisamente esa concentración, en la cual se consume como en un relámpago lo que de otro modo sólo se mustiaría y aletargaría, es lo que llamamos rejuvenecimiento. A la Recherche du Temps Perdu es un intento ininterrumpido de dar a toda una vida el peso de la suma presencia de espíritu. El procedimiento de Proust no es la reflexión, sino la presentización. Está penetrado por la verdad de que ninguno de nosotros tiene tiempo para vivir los dramas de la existencia que le están determinados. Y eso es lo que nos hace envejecer. No otra cosa. Las arrugas y bolsas en el rostro son grandes pasiones que se registran en él, vicios, conocimientos que nos visitaron, cuando nosotros, los señores, no estábamos en casa.

Difícilmente ha habido en la literatura occidental, desde los Ejercicios Espirituales de Loyola, un intento más radical de autoinmersión. Esta tiene en su centro una soledad que arrastra al mundo en sus torbellinos con la fuerza del Maelström. Y el parloteo más que ruidoso, huero de todo concepto, que brama hacia nosotros desde las novelas de Proust, no es más que el ruido con el que la sociedad se hunde en el abismo de esa soledad. Este es el lugar de las invectivas de Proust contra la amistad. La calma en el fondo de este vórtice —sus ojos son los más quietos y absorbentes— debe ser preservada. Lo que en tantas anécdotas se manifiesta irritante y caprichosamente es que la intensidad sin ejemplo de la conversación va unida a una insuperable lejanía de aquel con quien se habla. Jamás ha habido alguien que pudiera mostrarnos las cosas como él. El dedo con el que señala no tiene igual. Pero en la compañía amistosa, en la conversación se da otro gesto: el contacto. Dicho gesto a nadie le es más ajeno que a Proust. No es capaz de tocar a su lector y no lo es por nada del mundo. Si se quisiera ordenar la creación literaria según esos dos polos, el que señala y el que toca, el centro del primero sería la obra de Proust y el del segundo la de Péguy. En el fondo se trata de lo que Fernández ha captado de manera excelente: "La hondura o, mejor, la penetración está siempre de su lado, no del lado de aquel con quien habla." En su crítica literaria aparece esto con virtuosismo y con un ramalazo de cinismo. Su documento más importante es un ensayo que surgió a la gran altura de su fama y en la miseria del lecho de muerte: A propos de Baudelaire. En acuerdo jesuítico con su propio padecimiento, sin medida en la cotorrería del que reposa, aterrador en la indiferencia de quien está consagrado a la muerte y quiere hablar de lo que sea. Lo que le inspiró frente a la muerte, le determina en el trato con sus contemporáneos: una alternancia dura, a modo de golpe entre el sarcasmo y la ternura, la ternura y el sarcasmo. Bajo ella amenaza su objeto quebrarse por agotamiento.

Lo perturbador, lo versátil del hombre, concierne también al lector de las obras. Ya es bastante pensar en la cadena imprevisible de los "soit que", los que muestran una acción de manera exhaustiva, deprimente, a la luz los innumerables motivos que hubiesen podido servirles de base. Y, desde luego, es en esta fuga paratáctica donde aparece lo que en Proust es a una genio y debilidad: la renuncia intelectual, el escepticismo bien probado que oponía a las cosas. Llegó después de las suficientes interioridades románticas y, como dice Jacques Rivière, estaba resuelto a no otorgar la fe más mínima a las "sirènes intérieures". "Proust se acerca a la vivencia sin el más leve interés metafísico, sin la más leve proclividad constructivista, sin la más leve inclinación al consuelo." Nada es más verdad. Y así es también la figura fundamental de esta obra, de la cual Proust no se cansó nunca de afirmar nada menos que la construcción de un plan completo. Pero la plenitud de un plan es como el curso de las líneas de nuestras manos o como la disposición de los estambres en el cáliz. Proust, niño viejo, se recuesta, profundamente cansado, en los senos de la Naturaleza no para mamar de ella, sino para soñar junto a los latidos de su corazón. Así de débil hay que verle. Jacques Rivière ha acertado al entenderle por su debilidad, cuando dice: "Marcel Proust ha muerto de la misma inexperiencia que le ha permitido escribir su obra. Ha muerto por ser extraño al mundo y porque no supo modificar las condiciones de su vida que terminaron por destruirle. Ha muerto por no saber cómo se enciende el fuego, cómo se abre una ventana." Y desde luego a causa de su asma nerviosa.

Frente a esta dolencia los médicos son impotentes. No así el creador literario que la ha puesto planificadoramente a su servicio. Proust era, para comenzar por lo más externo, un consumado director de escena de su enfermedad. A lo largo de meses une con ironía destructora la imagen de un admirador, que le había enviado flores, con el insoportable perfume de éstas. Con los tempi de flujo y reflujo de su dolencia alarma a sus amigos, que temen y desean el instante en que el novelista aparece de pronto, muy entrada la medianoche, en el salón, roto de fatiga y anunciando que es sólo por unos minutos, aunque luego se quede hasta el albor de la mañana, demasiado cansado para levantarse, demasiado cansado para interrumpir su charla. Incluso escribiendo cartas no pone fin a ganarle a su mal los efectos más remotos. "E1 ruido de mi respiración se oye por encima del de mi pluma y del de una bañera que han dejado correr en el piso de abajo." Pero no es solamente esto. Tampoco es que la enfermedad le arrancase a la existencia mundana. Ese asma ha penetrado en su arte, si no es su arte quien lo ha creado. Su sintaxis imita rítmicamente, paso a paso, su miedo a la asfixia. Y su reflexión irónica, filosófica, didáctica, es todas las veces una respiración con la que su corazón se descarga de la pesadilla del recuerdo. Pero en mayor medida la muerte, que tiene incansablemente presente, sobre todo cuando escribe, es la crisis que amenaza, que ahoga, Mucho antes de que su padecimiento adoptase formas críticas, estaba ya frente a Proust. No desde luego como extravagancia hipocondríaca, sino en cuanto "realité nouvelle", en cuanto esa realidad nueva, desde la cual la reflexión sobre hombres y cosas es rasgo de envejecimiento. Un conocimiento fisiológico del estilo conduciría a lo más íntimo de esta creación. Nadie que conozca la tenacidad especial con la que se guardan recuerdos en el olfato (de ningún modo olores en los recuerdos) declarará que la sensibilidad de Proust para los olores es una casualidad. Cierto que la mayoría de los recuerdos que buscamos se nos aparecen como imágenes de rostros. Y en buena parte las figuras que ascienden libremente de la mémoire involontaire son imágenes de rostros aisladas, presentes sólo enigmáticamente. Por eso, para entregarse con conciencia a la vibración más íntima en esta obra literaria, hay que transponerse a un estrato especial y muy hondo de su rememorar nada caprichoso: a los momentos del recuerdo, que no ya como imágenes, sino sin imagen, sin forma, indeterminados e importantes, nos dan noticias de un todo igual que el peso de la red se la da al pescador respecto de su pesca. El olfato es el sentido para el peso de quien arroja sus redes en el mar del temps perdu. Y sus frases son el juego muscular del cuerpo inteligible; contienen el indecible esfuerzo por alzar esa pesca.

Por lo demás: la intimidad de la simbiosis de esa creación determinada y de ese determinado padecimiento se muestra muy claramente en que jamás en Proust irrumpe el heroico "sin embargo" con el que los hombres creadores se alzan contra su sufrimiento. Por ello podemos decir (desde el otro lado): sobre otra base, y no sobre una dolencia tan honda e ininterrumpida, la complicidad de existencia y curso del mundo, tan profunda como se dio en Proust, hubiese tenido que conducir infaliblemente a un contentarse con lo común y perezoso. Pero su dolencia estaba determinada a dejarse señalar, por un furor sin deseos ni remordimientos, su sitio en el proceso de la gran obra. Por segunda vez se alzó un andamiaje como el de Miguel Angel, en el que el artista, la cabeza sobre la nuca, pintaba la creación en el techo de la Sixtina: el lecho de enfermo en el que Marcel Proust dedicaba a la creación de su microcosmos las hojas incontadas que cubría como en el viento con su escritura".

Una imagen de Proust, Walter Benjamin (traducción de Jesús Aguirre O).

sábado, enero 23, 2010

Pasajes de París (IV): la douleur exquise

Cuando Sophie Calle volvió a París después de sus años maoistas, se encontró desocupada y sin amigos. Fue entonces cuando, haciendo honor a la pronunciación española de su apellido, se volvió una experta en la materia: empezó a seguir a los desconocidos que encontraba en sus paseos parisinos, intentando descubrir sus vidas, sus rutinas, sus secretos. A través de esas existencias ajenas llenó la suya propia y, lo que es más importante: se reconcilió con su ciudad, una antigua amiga a la que años de distancia física habían convertido en una extraña... reconocimiento del espacio. Tengo entre mis manos La douleur exquise, un libro de Sophie Calle que he comprado en la librería del Palais de Tokyo. El libro cuenta a través de fotografías, así como de textos propios y ajenos, un viaje a Japón que marcaría el inicio de una cuenta atrás de 92 días que conduciría a una ruptura, banal, pero que ella viviría en aquel entonces como "uno de los momentos más dolorosos" de su vida. El libro parece un misal antiguo, con los bordes de sus hojas en rojo lacado, su pasta dura forrada en suave tela gris y una cinta de hilo que hace de separador de páginas, también de color rojo. Lo llevo a todos sitios, durante mis últimas horas en solitario por la ciudad...
Siempre que abandono París siento un dolor punzante, una melancolía infinita. Es como si esa otra vida que un día me prometí a mí mismo se perdiese de nuevo aquí, en esta zona geográfica del mundo, en este cruce de coordenadas espaciales. Entonces pienso (y siento) las pérdidas que he ido acumulando a lo largo de mi vida. Todas parecen concentrarse en un día de verano en el que, tras enfadarme con alguien y separarme de él, lo volví a encontrar en el pont de l'Alma, ese puente tan hermoso desde el que se ve la torre Eiffel en su mejor perfil, y en cómo, a pesar del reencuentro fortuito, nos volvimos a separar, para siempre de algún modo...
Ya en el avión de vuelta escucho a Radiohead. Su In rainbows es la música perfecta para escuchar por los aires, "au delà des nuages". Con el sol de frente, estoy sobrevolando un nimbo de nubes esponjosas... pareciera que estoy sobre la Antártida. Dicen que un viaje lleva a otro, del pasado o del futuro, y éste me hace pensar ahora en las regiones más frías y alejadas, en los páramos de América, en que termina otra navidad. Todo cambia. Todo se desploma. El agua que se escurre por nuestros puños cerrados, algún día desaparecerá... las manos secas, de nuevo abiertas.
Me quedo absorto ante la ventanilla del avión. Son las cinco de la tarde del día de Reyes del primer año de la nueva década. Qué extraña es la vida.

sábado, enero 16, 2010

Pasajes de París (III): animales disecados, autómatas...

Deyrolle (rue du Bac 46), una de las tiendas más espectaculares del mundo, dedicada desde 1831 al arte de la taxidermia: los turistas la visitan como si se tratase de un museo de historia natural. En Deyrolle hay elefantes, osos polares, una jirafa y miles de especies de mariposas y escarabajos disecados. También hay un sinfín de pájaros, con sus plumas del paraíso y sus ojos vidriosos y escudriñadores. Hace unos años, durante una noche de verano, como si aquellas pieles inanimadas hubiesen invocado de forma meléfica el nombre de Noé, Deyrolle salió ardiendo... estuve contemplando el libro con las fotografías del desastre; el fuego había convertido aquella tienda de dos plantas (donde la luz grisácea de la ciudad se cuela silenciosa por sus enormes ventanales) en un auténtico horror. No me extraña que muchos de los artistas que viven en el vecindario (los artistas de la rive gauche: Anselm Kiefer, Sophie Calle, Nan Goldin) acudiesen como aves de rapiña a registrar y fagocitar aquellas cenizas; es como si hubiesen recibido una invitación del propio Dante para visitar el infierno... ¿quién se resistiría en el estado actual del mercado de valores del arte a no hacer de tal masacre estética una metáfora?
Hoy hace más frío que en días pasados. Sin embargo, la luz de la mañana se refleja deslumbrante sobre las ventanas sin visillo de la île de la Cité. Las gárgolas de Notre Dame, tan románticas en un sentido estrictamente histórico, se reverberan sobre los cristales de los inmuebles vecinos. El cielo está despejado. El sol, aunque no calienta, lo ilumina todo. Es como si acabasen de limpiar la plata: tengo la sensación de estar en una ciudad redescubierta, bruñida a fuerza de frío y de luz. En la tantas veces visitada iglesia de Saint Gervais-Saint Protais, religiosos y religiosas mezclados cantan durante la misa. Las ojivas góticas de la iglesia, sus finísimos pilares, su iluminada majestuosidad me hacen pensar en el interior de un animal mitológico. Me gusta la desnudez de las iglesias de París, la hermosa música que escuchas por sus altavoces, las velas largas de cera que encuentras a cada paso en cada rincón, en cada capilla, sus sillas individuales de madera ordenadas en perfectas filas.
La Francia de hoy día es un país multicultural, complejo y diverso. Y París es el mejor ejemplo de ello. Sin embargo, si tuviese que encontrar un animal afín al parisino clásico éste sería el pájaro. Sus piernas son zancudas, como de garza, esa ave que vive a orillas de los ríos; su cuerpo toma forma a la altura del culo, para luego volverse de nuevo raquítico y de mirada profunda y extrañada, un tanto desafiante. Sus caras tienen algo de la esos santos medievales esculpidos en piedra que en lugar de mirar al cielo miran al suelo. La variante más bella de este prototipo es el que tiene un aire italiano, como de retrato del Quattrocento: los rasgos de la cara se dulcifican, las narices siguen siendo grandes pero elegantes, la cabellera abultada y rizada, de un negro brillante, que invita a introducir la mano, como esos perros o esos gatos de bello pelaje.
En la rue Turenne descubro una tras otras las camiserías... concentración de un tipo de negocio en un determinado espacio, algo propio de las ciudades con tradición comercial y burguesa, que han mantenido casi intactas las estructuras originarias de los gremios medievales. La ciudad es un inmenso escaparate: resulta difícil comprar en ella porque tras salir de una tienda y andar unos metros lo más frecuente es arrepentirse al ver otra cosa mucho mejor y mejor expuesta. Una pesadilla para los Reyes Magos.
Grandes almacenes de París. Unos pioneros, como el Bon Marché (al que Zola dedicó una de sus novelas, de título homónimo), otros con nombre de parábola bíblica (como La Samaritaine), otros enormemente célebres (como las Galerías Lafayette). En muchos de ellos es tradición colocar autómatas en los escaparates; son como sus belenes: allí acuden muchos padres con sus hijos, que observan extasiados un espectáculo que se supera año tras año.
En una ciudad tan necrofílica, entre autómatas decimonónicos y animales disecados que proyectan una falsa ilusión de verdad, ¿qué me lleva a tanta devoción, a tanta vitalidad, a tanto amor? ¿Una perversión por el fetiche, como dilucidó Benjamin? En A la sombra de las muchachas en flor Proust me revela que el más exclusivo de los amores por alguien siempre esconde un amor por otra cosa...

lunes, enero 11, 2010

Pasajes de París (II): la ciudad-sarcófago

Me decido por los vestigios decimonónicos: el siglo que vio nacer a Proust. Visito una serie de casas-museos que se conservan más o menos tal cual las dejaron sus moradores. En el Musée National Gustave Moreau, rue de La Rochefoucauld, comienzo a escribir notas en mi cuaderno. Después de visitar los apartamentos privados del pintor, ya en la sala más grande (lo que fuera su estudio), me siento frente a un cuadro abigarrado de dorados y colores venecianos. Se trata de Les prétendents, los pretendientes de Penélope, inspirado por ese pasaje de La Odisea. Justo detrás de mí se levanta una preciosa escalera helicoidal que conduce a la segunda planta. Los visitantes hacen crujir los listones de parqué. Huele intensamente a polvo. Tras los cristales de la izquierda, las tonalidades del gris confluyen sobre las también abigarradas ramas de los árboles, desnudos en este invierno de nuestro descontento. En muchas obras, Moreau ha tatuado su pincelada suelta al óleo con detallistas dibujos tipo bordado, en tinta negra. Me detengo ante su autorretrato, que me recuerda a uno de los de Rembrandt joven. En sus ojos se aprecia esa expresión entre sorprendida y vanidosa del que se encuentra frente a sí mismo por propia voluntad. El centinela del museo, un hombre mayor de origen africano, ha comenzado a cerrar con candado las cajoneras verticales de finos paneles donde se guardan los dibujos del artista. Una vez fuera, seis de la tarde y ya oscuro, la lluvia nos recibe con generosidad.
Al día siguiente, el metro nos deja junto al Parc Monceau, en su entrada del boulevard de Courcelles. Atravesamos uno de sus caminos de tierra, mojado tras un chaparrón. Pensaba que era más grande, sin embargo la vista lo abarca fácilmente: las fachadas haussmannianas de los edificios que lo rodean se aprecian desde cualquier ángulo. El invierno hace adelgazar a los parques. Unas calles más abajo, ya en el boulevard Haussmann, hacemos cola en el museo Jacquemart-André. Se trata del típico hôtel construido durante el Segundo Imperio en una de las nuevas zonas de moda de la ciudad. Su propietario, el industrial Edouard André, reunió en él, junto a su mujer, Nélie Jacquemart (pintora que tras dar el braguetazo abandonó definitivamente los pinceles), una de las mejores colecciones privadas de París: cuadros de la escuela rococó francesa (Watteau, Boucher, etc.), mobiliario del Grand Siècle, pintura antigua de las escuelas flamenca e italiana, esculturas y artesonados renacentistas... en el salón de baile uno puede imaginarse perfectamente lo que debieron de ser las "soirées" de aquellos tiempos: los músicos tocando semiocultos sobre la balconada superior, las hortensias frescas en los jarrones, las espaldas y los brazos desnudos de las señoras, el brillo de sus joyas, la gran mancha blanca y negra de los esmóquines de los caballeros, envueltos en el humo de sus pipas y cigarrillos mientras hablaban de negocios en el fumoir de aires orientales, las libreas dieciochescas de los criados, tan en boga durante un período que se mostraba nostálgico de haber desmantelado Versalles...
Días más tarde, dando un paseo por los elegantes y tenues pasillos de la Comédie Française, antes de ver una obra de teatro de Lagarce, nos topamos P. y yo con la silla que utilizó Molière durante una de las representaciones de su Enfermo imaginario. Está expuesta en una vitrina herméticamente cerrada, raída y fascinante como una momia.
Sentado en La Marine, un bonito restaurante con suelo de mosaico hidráulico, espejos, paredes decapadas, molduras en el techo y ventanales al canal de Saint Martin, no muy lejos de una mesa en la que está sentada Orlan, la gurú del body art, pienso en el tiempo, que siempre falta en París. Es tal la densidad histórica de la ciudad que el tiempo apremia. El nuestro es demasiado pequeño en comparación con el que se encuentra bajo nuestros pies, en cada esquina, frente a cada marco antiguo, sobre el bar en el que tomamos unos cócteles: según reza una placa, estamos debajo del que fuera domicilio durante algunos años de Richard Wagner. El camarero nos dice que arriba sólo vive una señora mayor que les hace la vida imposible a fuerza de llamadas a la policía.
Sí, pelar la cebolla del tiempo resulta aquí harto difícil, un acto casi tan inhumano como perderse en la vastedad del Louvre, donde pude ver de nuevo, ya el último día, La bordadora de Vermeer. Sólo por contemplar este cuadro de pequeñas dimensiones merece la pena confundirse entre las hordas de turistas que penetran cada día las entrañas de este monstruo a través de la pirámide de cristal: los hilos engarzados en el cojín de la izquierda, las delicadas manos de la muchacha sometidas al trabajo... y ese gesto de concentración en la labor, tan pacífico y civilizado. Qué bien se está en un museo tan grande y bien caldeado cuando afuera hace frío. Desde los apartamentos de Napoleón III (he visto muchas camas antiguas en este viaje), observo el atardecer en la ciudad, ajeno al discurrir de los siglos.
El cine estadounidense, en especial después de la Segunda Guerra Mundial, hizo de París la ciudad del amor. Es una falacia. París es la ciudad de la muerte. O más exactamente, del amor a los muertos, a la vida que un día abandonaron esos muertos. La ciudad sarcófago. Posiblemente no haya lugar en la tierra más densamente poblado de muertos célebres, ni ciudad a la que tanta gente haya venido a morir. Los cementerios de París, visitados con la misma devoción que sus museos, parecen confirmar esta idea de reverencia hacia el pasado. A diferencia de los cementerios anglosajones, que parecen parques, los cementerios de París son lo que son: lugares de veneración a los muertos, donde peregrinamos para pedir o prometer ante la tumba de aquellos que sean nuestros elegidos (un pintor, un escritor, una estrella de rock), llenos de flores anónimas. Yo, que nunca he pisado ningún cementerio, yo, que nunca he ido a visitar a mis propios muertos, conozco bien los cementerios de París: en el de Père Lachaise dejé (durante mi segunda visita a la ciudad) flores sobre la tumba de Wilde. Lirios, que tanto le gustaban.

jueves, enero 07, 2010

Pasajes de París (I): la ciudad-libro

Como muchas otras cosas, mi fascinación por París se la debo a Oscar Wilde, quien pasó los últimos años de su vida en esta ciudad, tras salir de la cárcel de Reading. Mi anglofilia adolescente pareció correr paralela a su proceso penal y, aproximadamente un siglo después de que llegase a Francia bajo el nombre de Sebastian Melmoth, remitió en pro de una francofilia galopante. Esto fue, en mi caso, a principios de los años noventa (en el caso de Wilde, a finales: 1897). Fue por aquel entonces cuando visité por vez primera París, durante el transcurso de un interrail que me llevó por estaciones de Francia, Italia, Austria y Alemania. Recuerdo aún la sensación de observar la Cité, una soleada mañana de verano, desde la convexidad de Pont Marie, uno de los puentes que unen la orilla derecha con la isla de Saint Louis, preciosa y delicada como una maqueta. Desde este ángulo, el ábside de Notre Dame parece el trasero de un esqueleto de dinosaurio...
El hecho de que dos de mis novelas favoritas, En busca del tiempo perdido de Marcel Proust, y El bosque de la noche, de Djuna Barnes, transcurran en París, han hecho que la ciudad pase a formar parte de mi más profundo imaginario, hasta convertirse en el personaje más vivo y espacialmente localizado de todos los que forman parte de mi prótesis literaria. Al pronunciar la palabra París se genera involuntariamente una pequeña pausa delante y otra detrás: su nombre queda así suspendido por encima del resto de palabras que lo acompañan. Igualmente, cuando uno está en París, dentro de sus límites, parece mentira que la ciudad termine en algún momento sin apenas solución de continuidad: como le ocurre a Venecia, parece levitar sobre el resto de la tierra, en un arco convexo, como el que forma un libro que se deja abierto por su mitad, las solapas duras en forma de puente, el lomo tafileteado mirando hacia el cielo, a modo de vértice superior.
De los anaqueles que son las calles y las plazas de París, van cayendo libros y personajes: de Perec y Djuna Barnes a la altura de la plaza de Saint Sulpice y del Café de la Mairie du 6ème, de Hemingway cuando enfilamos la ligera pendiente de la rue Mouffetard, de Bolaño y otra vez de Barnes al pasar por la rue du Cherche-Midi, de Proust al atravesar los grandes bulevares, el Bois de Boulogne o el Parc Monceau, de Jean Rhys al observar la cúpula y la columnata del tambor del Panteón desde algún café mugriento cercano a los jardines del Luxemburgo, de Barthes al toparnos tras salir de una boca del metro con la prodigiosa silueta de la torre Eiffel, de Cortázar sobre los listones de madera del Pont des Arts, de Cocteau al discurrir bajo los soportales del Palais Royal...
Antes de salir de Jerez compro un cuaderno plastificado en azul con una goma lateral que me propongo rellenar de observaciones en mis ratos libres. No es hasta el tercer día cuando, en el estudio de Gustave Moreau, hoy casa-museo, empiezo a escribir algunas líneas. Estoy alojado en casa de una amiga, en la rue de Rennes, cerca del café de Flore, del de Deux Magots, de la braseria Lipp, del Procope. La negrura de la Tour Montparnasse, uno de los pocos rascacielos que compiten en altura con la torre Eiffel, se yergue aislada, desafiante y absurda al final de la calle. Durante los primeros días el cielo está encapotado. De vez en cuando cae una lluvia fina, como de vaporizador de invernadero.
El metro tiene ese olor agrio tan excitante y conocido. El RER, sucio y deteriorado, está lleno de gente de origen diverso. Muchos pasajeros llevan libros entre las manos: ahí queda ese gesto tan individualista de la lectura, una forma eterna de virtualidad, de estar sin estar, de estar aquí y en un auténtico más allá...
En esta ciudad gruyère, llena de perforaciones y agujeros negros, de pasadizos secretos y catacumbas, de osarios, de domicilios de muertos célebres y extensos camposantos, de ventanas desnudas tras las cuales se divisan arañas y móviles de Calder, destacan los pasajes del siglo XIX, en los que Benjamin se inspiró para su ambicioso e inacabado Libro de los pasajes: galerías comerciales cubiertas para entretenimiento de los primeros paseantes y consumidores... ahí, al abrigo del mal tiempo, se despliega todo un sinfín de escaparates y atracciones: los teatros de revista, que en muchos aspectos vienen a sustituir a los gabinetes de curiosidades privados de los siglos anteriores, las primeras boutiques, las tiendas de coleccionistas, los cafés... el mundo fetichista que caracteriza la vida urbana moderna, tan llena de promesas incumplidas. Decía Benjamin que "quien trate de acercarse a su propio pasado debe comportarse como un hombre que cava" y, qué duda cabe, para el arqueólogo moderno, París es posiblemente la más densa y fascinante cantera de eso que hemos dado en llamar civilización.