A P., por sus enseñanzas en lengua muerta.
Si te levantas de la siesta como expulsado de una densa nube de polvo,
si hay un aire de rémora a tu alrededor (y tras la ventana),
que todo lo embarga y desordena;
si la identidad de las cosas está perfectamente partida
como el embozo de una cama de hotel,
y todo tiene el aspecto de un ennegrecido cuadro mitológico marino
(de alguna escuela de tercera o cuarta fila),
si intuyes que los bellos compases del rondó
se tocaron minutos antes en una habitación contigua a ésta,
quizás haya llegado el momento de hacer una profunda reverencia
a ese dios descarnado de lo desconocido
que te ha abierto la verja herrumbrosa de su jardín secreto.
El otro día te habló con los ojos inyectados de vida concentrada,
con toda su antigüedad y apenas treinta años,
en un formato ahorro como de lengua muerta,
y una cortina de opacidad lluviosa al fondo.
Tú no entendiste nada...
aunque quedaste harto tocado, profundamente emocionado, despierto para siempre.
Ese dios te ha hecho una revelación afortunada
que todavía no puedes apreciar.
Crees que ha venido a contarte una historia de corazones y cartas bajo tierra,
a anunciarte la próxima llegada de ese ángel de plumas empalagosas
con los pies tiznados de hollín...
pero estás equivocado.
Ese dios está en tí,
en la distancia prudente que guardas al acercarte a los espejos,
al asomarte a los acantilados de las estampas de Friedrich.
En el tormento leve que te devuelven las fotografías,
agazapado entre tus manos y los que siguen siendo tus dedos,
y la tapa del librito azul que descansa en tu mesilla.
Allí está con su cara de dios satírico pero hermoso,
descubriendo que el tiempo se cuelga pero pasa,
advirtiéndote, con su inflexión tonante,
de ese miedo ancestral a dormir en alcobas con dos camas gemelas
y deshacer sólo una.