Era esa hora de la tarde entre perro y lobo. De un viernes.
Estaba en una terraza, frente a la gente, que parecía chocarse y evitarse a la vez. La ruptura no estaba siendo fácil, así que trataba de no pensar en ella. Cuando el ojo se entretiene, la mente descansa. Se sentía como si le acabasen de robar el bolso, con todos sus objetos de valor; pero ese sentimiento de pérdida (física, material) estaba localizado muy abajo de sus hombros, en los sótanos de la conciencia.
Mientras miraba aquí y allá, mientras escuchaba fragmentos de conversación de unos y otros, iba comiéndose una a una las aceitunas que le habían puesto sobre la mesa. Se las pasaba de un carrillo a otro, desgajando su carne tierna y sabrosa con fruición. Ahora pensaba en un pasaje de Brodsky, sobre esa época del invierno en que la nebbia cubre Venecia un día tras otro: "Es un buen momento para leer, para hacer gasto de electricidad todo el día, para fustigarse a uno mismo sin contemplaciones o abandonarse al café, para escuchar las noticias internacionales de la BBC o irse temprano a la cama. En resumen, una época para olvidarse de uno mismo, inducida por una ciudad que ha dejado de ser visible. Sin darte cuenta, sigues su ejemplo, en especial si, como ella, no tienes compañía".
Era difícil no verse como un submarino en mitad del océano.
El sol había desaparecido. Los tejados, los árboles, los desperdigados lienzos de cielo raso, se manchaban de rosas y malvas... esos colores tan venecianos que están en el origen y en el final de las cosas.
Observó el mundo, que se desplegaba frente a él con toda su vitalidad e indiferencia. Era como observar el reflejo desvaído atrapado en el azogue corrupto y oxidado de un viejo espejo.
La niebla había entrado en su alma. Se le había colado por todos sus resquicios, por todas sus grietas, pero ¿por cuánto tiempo?
Y como una arcada, procedente de la zona menos ventilada de su más profundo sótano, le vino esa otra frase de Nicholas Ray: "El drama contemporáneo es que no podemos volver a casa".