Un conte de Noël (2008), primera película estrenada en España de Arnaud Desplechin, transcurre en Roubaix, una localidad provinciana, fea y aburrida del norte de Francia, cerca de la frontera belga. Allí, en la casona familiar, es donde padre (Jean-Paul Roussillon) y madre (Catherine Deneuve), deciden reunir a sus hijos, nueras, yernos, nietos, sobrinos e incluso a la "viuda" de la difunta hermana lesbiana del padre. La excusa que sirve de pauta a tal reencuentro familiar es el día de navidad, aunque el verdadero motivo es la enfermedad degenerativa que le han diagnosticado a la madre, un tipo de leucemia ya conocido por todos, puesto que mató al segundo hijo de la familia a la edad de seis o siete años. Ante la necesidad de encontrar a un donante genéticamente compatible, la familia al completo, con sus análisis bajo el brazo, se reune después de años sin hacerlo. El principal conflicto está en el reencuentro de todos con el hijo desterrado (Mathieu Amalric), inútilmente concebido en su día para curar al hermano muerto y con el que las mujeres de la familia (tanto la madre como la primogénita), mantienen una relación de marcado odio y desamor. Sin embargo, él es (esta vez sí) el único miembro de la familia, junto con el nieto mayor (esquizofrénico e hijo de la primogénita), que puede curar a la madre. Partiendo de esta trama folletinesca y acogiéndose al esquema de ese género tan americano de reencuentro-familiar-en-fiestas-de-guardar (Navidad, Thanksgiving), Desplechin, empleando un sinfín de recursos cinematográficos (que van de la voz en off a la confesión epistolar, pasando por el recitado a cámara, la animación o una división del relato en capítulos), le da la vuelta al cuento tradicional como si de un calcetín se tratase, y partiendo de esa "médula cancerosa" que es la institución familiar burguesa, disecciona toda una serie de clichés y ramificaciones temáticas de modo irónico y con un gran talento.
La película, de dos horas y media de duración, despliega lo mejor y, quizás también, lo peor del cine y, por extensión, la cultura franceses, resultando, a la postre, una obra fascinante, compleja y rica, llena de referencias literarias y cinéfilas, cuyo primer visionado se queda corto, dejándote con ganas de más. Se trata, en definitiva, de una de esas obras de ficción que ensanchan las fronteras de lo real, amplificando la vida, testimoniando el poder de la cultura como prótesis tecnológica enormemente regenerativa y fundamental. Un conte de Noël remite al Bergman de Fanny y Alexander, a Vértigo de Hitchcock (fantástica la escena en que la recién llegada a la familia, judía, novia del hijo pródigo, se encuentra casualmente con Catherine Deneuve en el museo provincial de arte), a Cocteau, a Nietszche, a Emmerson, al Rey Lear, a Macbeth, a Antonioni y la Nouvelle Vague, pero también a Beautiful Girls y a todas esas películas americanas de enredos amorosos y reencuentro con la ciudad de provincias en que naciste, a la teleserie de matriarca con cáncer típica de la sobremesa, al Dickens de "Cuento de navidad" pero en versión dibujitos, a las películas de temática religiosa de los grandes estudios que nos pasan por la tele en Navidad o Semana Santa (Los diez mandamientos, Ben-Hur)... la lista sería interminable, porque muchos de los guiños culturales de la película se me habrán pasado o los desconozco. Y luego están las escenas desnaturalizadas madre-hijo que comparten la Deneuve y Amalric sentados en un columpio de la parte trasera de la casa y frente al altar de la iglesia local durante la Misa del Gallo...
Los franceses son seres enormemente raros. Tienen un algo imprevisible que los hace enormemente literarios, como personajes de Shakespeare. A diferencia de culturas más exóticas (a la mía) como la japonesa o la india, cuando me enfrento a determinados aspectos de su cultura me siento como quien se asoma a un relato de ciencia-ficción escrito durante la Guerra Fría. Quiero decir: todo resulta familiar (porque la invención humana es limitada en recursos) pero es como si todo se hubiese cambiado de orden. Esas reuniones familiares en las que se pueden pasar horas hablando del pixelado de una nueva cámara de fotos, esa extraña frialdad que tienen a veces siendo tan latinos otras, esa capacidad para la digresión (y no sólo me refiero a Godard o a Derrida, sino a situaciones cotidianas) me resultan sumamente extrañas. Lo extraño es mucho más inquietante que lo exótico, porque es como la locura, absolutamente imprevisible... como el vértigo, que tiene mucho que ver con la proximidad del vacío.
La película de Desplechin estrenada estos días es un contrapunto curioso del último Almodóvar. Ambas son epítomes de eso que se ha dado en llamar postmodernismo: películas barrocas, llenas de referencias culturales, de cinefilia, de flirteos con el kitsch, metaartísticas, enrevesadas en su exposición, en su montaje... el problema es que la de Almodóvar, como decían en la versión española de Cahiers du cinema, no mira directamente a los ojos de las obras que refleja, mientras que la de Desplechin sí. En ese sentido, el último Almodóvar es una obra fallida, artificial, profundamente forzada y esforzada. Una presencia un tanto invisible, translúcida como una escultura de cristal.
Yo, ya la he olvidado...