miércoles, noviembre 05, 2008

Trigo y cizaña del sembrado ajeno

(Iniciado días atrás)

Tres han sido los personajes que, desde distinto formato, he ido o me han venido a visitar estos días de trabajo y frío. Personajes todos ellos reales que, presentados en piezas de desigual valía artística, han sacudido mi monótono ensimismamiento. La ciudad, lluviosa, parece un aislante. Ellos han sido casi la única materia conductora entre mi cuerpo y el mundo.

Mandronita Andreu: hija del señor que inventó las famosas pastillas del doctor Andreu, constructor a su vez del parque de atracciones del Tibidabo. Descubierta una noche de tele, a la hora del oráculo de Delfos, gracias al documental Un instante en la vida ajena, de José Luis López Linares. Mandronita, hija de la alta burguesía catalana, viajera incansable, asidua de las pistas de St. Moritz, aficionada a todos y cada uno de los bailes que jalonaron las décadas intermedias del siglo XX, seducida de igual forma por la feria de Sevilla y por los neones babilónicos de un Times Square en blanco y negro, no pasaría de ser una excéntrica y previsible niña rica si no hubiese registrado, de forma compulsiva, con una cámara de 16 mm, todo aquello que durante más de cinco décadas pasó por delante de sus ojos: su llegada a Nueva York en barco, tras la guerra; los viajes por una España hambrienta y polvorienta de posguerra, como cicerone de acaudalados amigos americanos; los veranos de juegos y risas en el jardín de casa, con su familia; la retransmisión televisada del funeral de Robert Kennedy tras los escaparates de las calles de Manhattan; los primeros guateques de sus hijas, un safari en África, Dalí en Cadaqués, Julio Iglesias en un chiringuito de la Costa Brava, los primeros biquinis, el rostro ya arrugado de su marido, una escapada caprichosa a Bombay... una historia bajo la Historia.

Jacques Vergès: protagonista de L'avocat de la terreur, de Barbet Schroeder, en los Golem. Personaje fascinante donde los haya. Abogado de los casos difíciles, por no decir imposibles. Hijo de la Francia colonial, de madre vietnamita y padre de La Reunión. Ojos rasgados, como sin terminar, a la manera de un ideograma chino trazado con un pincel trémulo (que diría Barthes). Comenzó comprometiéndose con la causa argelina y defendió a Djamila Bouhired, que acabaría siendo su mujer. Luego vendrían: Carlos el Chacal, Magdalena Kopp, de la banda Baader-Meinhof, el nazi Klaus Barbi (conocido como el carnicero de Lyon), Milosevic, y terroristas de todo pelaje y condición, de Palestina a Camboya. Bon vivant, cínico, anticolonialista, el eslabón perdido entre los nazis y los yihadistas. Enemigo acérrimo de Israel. Un hombre de acción que "ama demasiado la vida" para perderla en un sótano sin luz. Un funambulista de la legalidad. Su principal estrategia defensiva es el llamado "proceso de ruptura", que consiste básicamente en establecer un diálogo de besugos con la acusación (del tipo: "usted es francés", "no, soy argelino"; "usted es un terrorista", "no, soy un liberador", etc.). Durante un período de casi siete años anduvo desaparecido, aunque con esporádicos retornos a París. Una vez se cruzó con alguien (una mujer) por la calle y para evitar que le fuese con el cuento a todos sus conocidos, le dijo: "Salut, ça va ma grosse?", una expresión tan vulgar y tan impropia de él que cuando la persona en cuestión relatase el encuentro quedaría en entredicho y nadie la creería. En suma, la táctica de la ruptura.

Charlotte von Mahlsdorf: heroína de Yo soy mi propia mujer, de Doug Wright, representada por Julio Chávez, magnífico actor argentino, en el Círculo de Bellas Artes, dentro del marco del Festival de Otoño. Charlotte, nacida Lothar Berfelder, fue una de las travestis más famosas de Alemania. Además de "eso", fue delincuente juvenil, anticuaria (coleccionista del gran kitsch alemán), miembro de las juventudes hitlerianas, prisionera luego de los nazis, espia de la Stasi, y propietaria del más famoso (y casi único) afterhours gay de Berlín oriental (sito en su propia casa). Una mujer cortada en dos, como su ciudad, como su país, por el muro del género ("yo soy mi propia mujer", respondió a su madre entre lágrimas cuando ésta le preguntó, ya muy viejita, que todo eso de travestirse estaba muy bien pero que cuándo iba a casarse) y del miedo al aparato del Estado ("¿sabes lo que es el miedo? ¿cómo me iba a negar a colaborar con la Stasi?). Dicen que entre su colección de muebles, convertida luego en museo Gründerzeit (de los objetos cotidianos), había muchos objetos rapiñados a los judíos deportados que fueron obligados a abandonar sus casas... Y el recuerdo de una foto en blanco y negro al final de la obra: la de la propia Charlotte, de niño, "cazada" en el zoo de Berlín (en el Tiergarten) junto a dos cachorros de tigre.

(Tengo dos libros en la mesilla de noche, Crónicas marcianas de Ray Bradbury y Bouvard y Pécuchet de Flaubert; los dos aguardan, pacientemente, su devolución a la librería de casa; son como un manojo de perejil seco... ¿cómo devolverles su dignidad? ¿cómo restituirles su frescura, su promesa? ¿cómo conjurar su rayo verde?).

(Concluido ahora)