sábado, agosto 09, 2008

Pinacoteca

Y entonces pensó en todos aquellos cuadros destruidos, perdidos, arrumbados, olvidados...
En los cientos que se quemaron durante el incendio del viejo alcázar real de Madrid, entre los que se encontraban obras mitológicas de Velázquez realizadas para decorar el Salón de los Espejos y de las que sólo ha sobrevivido el Mercurio y Argos del Museo del Prado; en aquellos que se hundieron en el mar mientras viajaban de un país a otro a bordo de antiguos galeones mercantes y ahora descansan (hinchados y desvaídos) en el lecho de los océanos; en aquellas obras que causaron impresión en el pasado y de las que hoy sólo se sabe por copias; en esas otras de segundo orden anteriores a la invención de la fotografía que ni siquiera se copiaron y perecieron como los dinosaurios, cuyo recuerdo se reduce a cuatro palabras descriptivas de algún que otro inventario; en el fresco de la Battaglia di Anghiari, de Leonardo, copiado en el siglo XVII por Rubens y posiblemente escondido tras los murales de Vasari que hoy adornan el Salón de los Quinientos del Palazzo Vecchio de Florencia. También pensó en las autorías olvidadas por el tiempo, como la de Sofonisba Anguissola, una de las pocas mujeres pintoras del pasado, caída en desgracia y cuyas obras se fueron atribuyendo a varios de sus colegas (masculinos) coetáneos; en aquellas que fueron mal catalogadas porque carecían de firma; en aquellas que el capricho de reyes y embajadores equivocaron a voluntad en su afán por poseer a aquellos maestros que en su época estaban de moda. Y pensó en la diáspora, en saqueos como los de las guerras napoleónicos (la francesada, que dijeron en España) que hicieron que obras tan celosamente custodiadas como la Venus del Espejo acabasen acuchilladas por una sufragista en la National Gallery de Londres; en las transacciones comerciales que hicieron viajar de mano en mano algunas obras que todavía conservan el nombre de sus antiguos propietarios, como la Madonna de la casa de Alba de Rafael (hoy en la National Gallery de Washington) o el Tondo Taddei de Miguel Ángel (en la Royal Academy de Londres); en la Cocina de los ángeles de Murillo, substraída de algún convento sevillano por los franceses y hoy en las salas de pintura española del Louvre; en las famosas almonedas del malogrado Carlos I de Inglaterra y de la impar Cristina de Suecia, que sirvieron para engordar la incipiente colección de la zarina Catalina I de Rusia o la ya crecida de Felipe IV de España, el rey Planeta; en los claustros románicos trasplantados a América por los nuevos magnates ansiosos de dar "antigüedad" al Nuevo Mundo, auténticos out-of-place-artifacts...
Y fue en ese momento cuando se plegó con amor ante la pintura antigua, tan cercana, tan lejana, llena de miradas, plagada de ojos disecados que exhortan desafiantes nuestro cuidado, interrogándonos sobre su paradójica naturaleza, débil y perdurable a un tiempo.